Destruir lo público

Una nueva heroicidad al coleto. Tentativa de incendio del vicerrectorado de la Universidad del País Vasco en Gasteiz. De madrugada y mediante el lanzamiento de neumáticos ardiendo, caray con los guerrilleros urbanos. Con los gamberros de tres al cuarto, quiero decir, porque no pasan de ahí. Ni estos ni —si no son los mismos, que está por ver— la panda de niñatos malcriados que en lo que va de curso llevan acreditados un buen puñado de ataques gratuitos a dependencias educativas públicas. Supuestamente, en nombre de la educación y de lo público, hay que joderse mucho con los camisitas pardas de nuevo cuño.

¿Solo con ellos? No, miren, también con quienes en el presente punto de estas líneas están arrugando el morro. Es ahí, en realidad, donde está el problema. Hay un número de individuos —quisiera pensar que no muy amplio, aunque no lo tengo claro— que ven sin asomo de duda como muy digna de aplauso la actitud devastadora de los chiquilicuatres. Un escalón más abajo están, y estos sí son realmente abundantes, los reyes de la adversativa. Empiezan diciendo a media voz que la conducta de los cachorros quizá no sea la más idónea para, inmediatamente después, ametrallarnos con peros no ya exculpatorios, sino justificadores sin matices. Lo más habitual es culpar a la presencia policial, incluso cuando los destrozos han sido previos a la llegada de los uniformados. Y como argumento definitivo, la comparación por elevación o reducción al absurdo. La difusa violencia del sistema siempre es peor, y su sola existencia sirve como disculpa o coartada para no dejar, en este caso, un pupitre en pie. Así nos va.

¿Arde Gasteiz? ¿Arde Iruña?

Seguimos siendo un multicine de reestrenos. Cada equis, en las pantallas amigas y menos amigas se proyectan los viejos clásicos. El otro día, por ejemplo, volvieron a poner en sesión simultánea ¿Arde Gasteiz? y ¿Arde Iruña?, dos rancios títulos que, según parece, jamás pasarán de moda. Aunque lo conocen sobradamente, les resumo el argumento de ambas cintas: con el pretexto de defender una buena causa, una panda de niñatos se pega un festín de cargarse lo que se ponga por delante y se monta un rollete épico para intercambiarse hostias con unos uniformados que tampoco le hacen ascos a moler alguna costilla. Y luego, ya saben, las tramas añadidas. Por un lado, la prensa cavernaria poniéndose pilonga porque puede volver a soltar el cronicón de la nunca extinta guerra del norte. Por otro, y esto es lo que da para llorar un río porque se supone que sí debería haber cambiado, las justificaciones, cuando no aplausos, de la gesta perpetrada por lo que hoy ya no se atreven a llamar la juventud alegre y combativa.

¿Cómo dicen? ¿Que ha habido desmarques? Sí, ya sé, y ustedes también saben. Si quieren nos engañamos en el solitario y nos chupeteamos el dedo como si fuera un polo de fresa. Esos textos de mecachis y jolín, evacuados casi al despiste y en contradicción con los tuits apologéticos de señalados incombustibles de la cosa radicaloide, lo que vienen a decir es que aunque esté una gotita feo romper cuatro fruslerías de nada, había un buen motivo para hacerlo, y que en todo caso, la culpa es de los que vinieron con las porras. Pues nada, ovación para los que defienden lo público destrozando lo público.

Obra social (2)

Resumen de la columna anterior: la mejor obra social que pueden hacer las entidades financieras —bajo el nombre blando de caja o el duro de banco— es pagar impuestos para que la administración, a través de los presupuestos, pueda cumplir con las obligaciones que le son exigibles. Si como política promocional, lavado de imagen o incluso por convicción quieren, además, destinar un pequeño pico a buenas causas, pefecto, pero siempre quedando claro que las necesidades básicas deben ser cubiertas por los gobiernos de los diferentes niveles. Se me escapa por qué muchas personas que van con la bandera de lo público en ristre dan por bueno un modelo que, como señalaba ayer, tiene más que ver con la beneficencia que con los derechos.

Sospecho que el error de partida reside en algo que no ha dejado de maravillarme en las distintas fases del proceso que empezó con la fusión (a la fuerza) y culminará con la conversión en fundaciones: hay quien alberga la idea romántica de que un banco puede ser una ONG. Como usuarios (también a la fuerza) que somos todos los integrantes del censo, deberíamos tener las suficientes experiencias para comprender que no hay nada más lejano a la realidad que eso. Independientemente de su carácter (con cierto control institucional, cooperativas o sociedades anónimas puras y duras), no son ni más ni menos que un negocio. Díganme uno solo que no desahucie, que no cobre comisiones hasta por respirar o que no haya limitado ciertos servicios que no le son rentables, como el pago de recibos en ventanilla. Por eso la obra social que les pido es que paguen cuantos más impuestos, mejor.

Kutxabank, ¿entidad pública?

Puede ser por la astenia de enfilar el fin de curso o tal vez por la sensación plomiza de haber visto la película doscientas veces, pero la barrila a cuenta de Kutxabank me aburre tres congos y pico. Barrila, sí, eso he escrito. Como en tantísimos asuntos, aquí no hay lugar al debate sosegado con argumentos que se oponen a otros argumentos. Es una pura derrama de consignas intencionadamente toscas que buscan convencer por las tripas y no por la masa gris. Por descontado, la adhesión es obligatoria e inquebrantable. O conmigo o contra mi. Lo de menos es entender de qué va la vaina. Y aquí es donde me toca confesar que no debo de ser ni la mitad de listo que los que se andan cruzando exabruptos.

Para empezar, me llena de perplejidad haberme enterado, cuarenta y pico años después de que mi padre me abriera una libreta infantil con cien pesetas en la Caja de ahorros vizcaína, de que durante todo ese tiempo he sido cliente de una entidad pública. Ni sospecharlo, oigan, aunque imagino que ha tenido que ser mayor la sorpresa de los empleados, que ahora están recibiendo la primera noticia de su condición de funcionarios. ¿Que no es exactamente así? ¿A qué viene, entonces, denunciar no sé qué privatización? Quizá si no se intentara trampear demagógicamente el lenguaje, resultaría más fácil prestar atención a los razonamientos.

Del mismo modo, la receptividad sería mayor si uno tuviera la certeza de que la pelea es por algo que ha importado alguna vez a los que enarbolan briosamente las pancartas. Sería muy divertido y altamente revelador comprobar en qué banco están domiciliadas según qué nóminas.

Publikoa

Mourinho, presidente de la asociación de peñas barcelonistas. ¿Se lo imaginan? Por qué no, si Patxi López se acaba de presentar como el gran adalid de lo público. Bueno, en realidad, de lo “Publikoa”, para que se vea que le lucen los 48.000 trompos anuales de su euskaldunización novillera. Más que un conejo sacado de una chistera parece un ornitorrinco aparecido de una txapela. O la perfecta adaptación de la leyenda del bombero pirómano. Tres años calcinando las urgencias de los hospitales, abrasando la sustituciones en la educación, reduciendo a cenizas el metro de Bilbao y otros transportes dependientes de la administración cambista, y llega ahora con la manguera salvadora.

Y no crean que la cosa queda ahí, porque el juego polisémico permite un latrocinio múltiple del mismo término. Sin necesidad de ir al diccionario, sabrán que “público” no sólo es lo que depende de las instancias oficiales o lo que pertenece a todos. En la primera acepción es algo “notorio, patente, manifiesto, visto o sabido por todos”. Efectivamente, estamos hablando de lo que ahora se nos da en llamar transparencia. También ese significado se lo ha echado a la buchaca el mismo López que considera un atropello que hayan salido a la luz datos no muy edificantes de un alto dirigente de su partido y familiar suyo. Datos, hago notar y me sorprende que nadie lo haya señalado hasta ahora, que la ciudadanía tiene todo el derecho de conocer sin necesidad de que nadie se los filtre.

Lo chistoso y a la vez esclarecedor es que el cuñado aludido fuera, en su calidad de artillero electoral en la sombra (siempre en la sombra) del PSE, uno de los muñidores del sarao donde se hicieron mangas y capirotes con la palabra convertida en fetiche. El otro era, no creo que haga falta que les diga más, Rodolfo Ares. Seguramente por ello no se detuvo a nadie en lo que fue un atraco a demagogia armada para quedarse con lo público.