¿Arde Gasteiz? ¿Arde Iruña?

Seguimos siendo un multicine de reestrenos. Cada equis, en las pantallas amigas y menos amigas se proyectan los viejos clásicos. El otro día, por ejemplo, volvieron a poner en sesión simultánea ¿Arde Gasteiz? y ¿Arde Iruña?, dos rancios títulos que, según parece, jamás pasarán de moda. Aunque lo conocen sobradamente, les resumo el argumento de ambas cintas: con el pretexto de defender una buena causa, una panda de niñatos se pega un festín de cargarse lo que se ponga por delante y se monta un rollete épico para intercambiarse hostias con unos uniformados que tampoco le hacen ascos a moler alguna costilla. Y luego, ya saben, las tramas añadidas. Por un lado, la prensa cavernaria poniéndose pilonga porque puede volver a soltar el cronicón de la nunca extinta guerra del norte. Por otro, y esto es lo que da para llorar un río porque se supone que sí debería haber cambiado, las justificaciones, cuando no aplausos, de la gesta perpetrada por lo que hoy ya no se atreven a llamar la juventud alegre y combativa.

¿Cómo dicen? ¿Que ha habido desmarques? Sí, ya sé, y ustedes también saben. Si quieren nos engañamos en el solitario y nos chupeteamos el dedo como si fuera un polo de fresa. Esos textos de mecachis y jolín, evacuados casi al despiste y en contradicción con los tuits apologéticos de señalados incombustibles de la cosa radicaloide, lo que vienen a decir es que aunque esté una gotita feo romper cuatro fruslerías de nada, había un buen motivo para hacerlo, y que en todo caso, la culpa es de los que vinieron con las porras. Pues nada, ovación para los que defienden lo público destrozando lo público.

Violencia relegitimada

Sigo con el episodio del lunes en Bilbao porque lo que pasó trasciende ese día y ese lugar. Tristemente, en esos hechos y en las correspondientes interpretaciones hay algo más que el retrato de un instante o de unas circunstancias concretas. Está el minuto de juego y resultado de todos estos años que llevamos engañándonos con los discursos melifluos de la paz, la convivencia, la reconciliación y demás letanías tan biensonantes como huecas. Siento escribirlo con semejante crudeza, pero creo que es mejor despertar de golpe que seguir haciendo castillos en el aire. Si verdaderamente queremos que todas esas palabras recobren su sentido, quizá deberíamos volver a la casilla de salida para enfrentarnos a la asignatura que muchos no han aprobado: la deslegitimación de la violencia. Mientras siga pendiente, el resto sobra.

Si algo quedó claro el otro día, y más en los relatos que en los propios acontecimientos, es que hay un amplio sector —que ni me atrevo a cuantificar ni a identificar porque nos llevaríamos alguna sorpresa— que defiende el uso de la violencia. Y ya ni siquiera como medio para obtener determinados fines. Qué va, peor todavía: la defiende incluso sabiendo que es ineficaz y hasta contraproducente, es decir, porque sí y bajo coartadas tan (conscientemente) pobretonas como que hay violencias peores. ¡Pues claro que la que ejerce el FMI es mil millones de veces más dañina que romper cien escaparates de la Gran Vía o el Casco Viejo! Pero manda narices devolver los golpes en el lomo de los que están entre las primeras víctimas del FMI. De justificar tan cenutria actitud, mejor ni hablamos.

Un día de furia

En las páginas no impresas del programa del Bilbao Global Forum constaba que mientras los encorbatados piaban a cubierto sobre la eficacia con que joden al planeta, en las calles de más allá del cordón de seguridad se liaría parda. La destrucción estaba presupuestada y, por supuesto, amortizada, con la ventaja añadida de que los participantes en este bolo de provincias no iban a sufrir el menor quebranto de bolsillo ni de conciencia. Ahí nos las den todas, podrían pensar, si siquiera tuvieran un segundo que dedicar al paisaje después de una batalla que ni les va ni les viene. Ya se encargará quien corresponda de restituir las cristaleras, las persianas, las farolas, las señales o los sufridos contenedores. A tanto la pieza o el servicio, faltaría más, que el capitalismo también —o sobre todo— escribe derecho en renglones torcidos. Si será así, que hasta hay un nombre técnico para esto de descojonar las cosas y sustituirlas en espiral: demanda agregada.

Menudo compromiso, explicar a estas versiones pedestres de Atila que son tan esbirros del sistema como el que más. No lo van a entender, primero porque no les da para ello la cagarruta de oveja que tienen por cerebro, y segundo, porque aunque les diera, no les saldría de entre las ingles atender a razones. Lo suyo es la gresca por la gresca, darse un buen chute de adrenalina a costa de un escaparate o, si es el caso, de una dependienta que no llega ni a mileurista, y que luego venga el pisamoquetas acomplejado de turno a componerles un cantar de gesta. Entretanto, los que tenían algo por lo que protestar, a seguir pringando, los muy idiotas.