Despertar de la siesta

Resentido. Eso me dicen por haber escrito aquí mismo que no tengo la menor intención de reconciliarme con quien, por otro lado, jamás estuve conciliado. Viniendo de quien viene, lo tomo como elogio y como indicio de que no debo de andar tan descaminado. El clásico Ladran, luego cabalgamos, que en este caso es, además, una brutal proclamación de cómo se espera que funcione el invento a partir de ahora.

En realidad, un suma y sigue, el continuose del empezose, porque ya llevamos un buen rato en que los que han tirado de pistola deciden quién es o quién deja de ser amigo o enemigo de la paz. Desde el otro día, se ha añadido un requisito extra para no ser considerado torpedeador del nuevo tiempo, o sea, del nuevo nuevo tiempo, puesto que también se ha decretado otro cambio de era sin haber agotado la anterior. Esa recién nacida condición sine qua non para ser de los buenos, de los que facilitan, de los que reman en la dirección adecuada, es darle gracias a ETA. Tan perverso como suena.

Lo habrán visto estos días en varias versiones. Pintarrajeado guarramente con spray en las paredes, en alguna bucólica portada o en esas pegatinas vintage en las que sobre el hacha y la bicha se lee en azul desvaído no sé qué de que todos tenemos que dar un poco para que unos pocos no tengan que darlo todo. Ese fue el regalo por haber apretado los dientes para acudir a lo nunca visto, la lectura de la herencia de una organización que se decía revolucionaria y socialista en un palacio de manda carallo. Quiero pensar que estamos a tiempo de despertar de la siesta y tomar las riendas del futuro. Pero no lo veo nada claro.

Coexistir es suficiente

Me van a perdonar que yo no me reconcilie. Simplemente, no me da la gana. Ocurre que elijo libremente mis amistades, del mismo modo, espero, que ellas me eligen a mi. Mis afectos son personales y los transfiero a quien me sale de la sobaquera. Igual que mis desafectos, ojo. O, incluso, que mis sentimientos contradictorios, mis dudas metódicas o las empanadas mentales de las que no estoy libre, como cualquier humano. Quiero ser el único responsable de mis equivocaciones, ese es el resumen.

Y esto será así en lo sucesivo, pero también lo era en lo precedente. Que esté o deje de estar ETA puede cambiar que se me acelere el pulso más o menos al arrancar el coche, pero no mi escala de valores, ni mi forma de entender las relaciones personales. El censo de grandes tipos y el de tremebundos miserables sigue siendo el mismo. Bueno, poco más o menos; para mi enorme disgusto, muchos de los que parecían tener limpia la muda ética se han descubierto como justificadores y/o glorificadores de los asesinos, bien porque han hecho de ello su forma de ganarse el pan (luego dicen de los demás) o porque son unos acojonados que tratan de evitar que, como a mi, les salgan los malotes al encuentro para leerles las normas de la casa de la sidra.

Entre Bertiz y Arnaga, mil millones de veces me quedo con Bertiz. Y me alegro de que las falanges de los dos extremos echen las muelas al ver a quienes sí representan a este pueblo, la presidenta de Navarra y el lehendakari, dejando negro sobre blanco lo que, por otro lado, es una evidencia: que el reto es convivir. Yo lo rebajaría a coexistir Sería, creo, más que suficiente.

Rekarte… y los demás

Están Lourdes, Fátima, Covadonga, y en versión progresí, el programa de Jordi Évole. Como en todos los lugares de peregrinación mercantil citados, cada domingo, decenas de miles de creyentes se sienten tocados por el rayo divino y salen dando albricias porque han recuperado la vista de golpe. Por supuesto, la primera luz que notan los ojos va en consuno con la misa del día. Si se trataba de las andanzas de un entrañable ácrata con pico de oro, los alcanzados por el prodigio quedan convencidos de haber recibido todos los conocimientos posibles sobre el anarquismo. Si, como ocurrió en la última edición y objeto de estas líneas, la cosa iba de un miembro de ETA arrepentido, los televidentes más entregados adquieren la certeza de no necesitar saber absolutamente nada más sobre el conflicto (o lo que sea) vasco porque en apenas sesenta minutos han accedido a la sabiduría plena. Lamento venir a pinchar el globo, pero me temo que no es así.

Personalmente, [Enlace roto.] me parece interesantísimo y, desde luego, enriquecedor. Aporta gran cantidad de claves, deja entrever otras, provoca algunas dudas y hace girar la manivela de pensar, lo cual siempre es muy aconsejable. Sin embargo, no es, ni de lejos, el único. Hay, tirando por lo bajo, otros centenares de hombres y mujeres que estuvieron en el medio del medio y que tienen bastante que contar. Es más, algunos ya lo han hecho en documentales como [Enlace roto.] o El perdón, emitidos por ETB no hace demasiado. Ambos están accesibles en la web del ente público. No pretenden ser la verdad revelada y, por eso mismo, se los recomiendo.

Violencia relegitimada

Sigo con el episodio del lunes en Bilbao porque lo que pasó trasciende ese día y ese lugar. Tristemente, en esos hechos y en las correspondientes interpretaciones hay algo más que el retrato de un instante o de unas circunstancias concretas. Está el minuto de juego y resultado de todos estos años que llevamos engañándonos con los discursos melifluos de la paz, la convivencia, la reconciliación y demás letanías tan biensonantes como huecas. Siento escribirlo con semejante crudeza, pero creo que es mejor despertar de golpe que seguir haciendo castillos en el aire. Si verdaderamente queremos que todas esas palabras recobren su sentido, quizá deberíamos volver a la casilla de salida para enfrentarnos a la asignatura que muchos no han aprobado: la deslegitimación de la violencia. Mientras siga pendiente, el resto sobra.

Si algo quedó claro el otro día, y más en los relatos que en los propios acontecimientos, es que hay un amplio sector —que ni me atrevo a cuantificar ni a identificar porque nos llevaríamos alguna sorpresa— que defiende el uso de la violencia. Y ya ni siquiera como medio para obtener determinados fines. Qué va, peor todavía: la defiende incluso sabiendo que es ineficaz y hasta contraproducente, es decir, porque sí y bajo coartadas tan (conscientemente) pobretonas como que hay violencias peores. ¡Pues claro que la que ejerce el FMI es mil millones de veces más dañina que romper cien escaparates de la Gran Vía o el Casco Viejo! Pero manda narices devolver los golpes en el lomo de los que están entre las primeras víctimas del FMI. De justificar tan cenutria actitud, mejor ni hablamos.

Proceso… ¿de paz?

Proceso de paz. ¿Realmente estamos inmersos en algo que merezca tal nombre? A riesgo de recibir una buena collejada, les confieso que a mi se me hace excesiva la expresión y que cada vez me resulta más artificial cuando la leo o la escucho. Incluso si quienes la escriben o pronuncian lo hacen inspirados por las mejores intenciones, tengo la impresión de que un día nos vinimos demasiado arriba y no acabamos de descubrir cómo regresar a ras de suelo. Quizá hubo un momento en el que era procedente tal bautismo, pero en el actual, incluso con sus tiras, sus aflojas, sus bloqueos y sus provocaciones, no encuentro nada que justifique mantener la denominación. Aparte de dos docenas de recalcitrantes de Tiria o de Troya, ¿tiene alguien la sensación de vivir una cotidianidad muy diferente de la de cualquier lugar oficialmente en paz? Hecha a la inversa, la pregunta aclara más: ¿Se parece algo nuestro día a día al de, pongamos, Siria?

Se diría que planteo una cuestión puramente semántica y que tanto da si le llamamos Pepe o Juan, siempre que la cosa acabe bien. Anotemos, sin embargo, que las trampas del lenguaje suelen contribuir más a enmarañar que a solucionar. Como prueba del nueve, la dichosa ponencia del Parlamento vasco, varada en una simple coma. Y eso, después de haber ordeñado los circunloquios al máximo para que estos, aquellos o los otros no arrugasen el morro.

Igual que ocurre con la cacareada reconciliación, sospecho que estamos marcando un objetivo tan inalcanzable, que tenemos muchos boletos para acabar frustrados. Estamos lejos de la situación ideal, pero no diría que estamos en guerra.

Mi reconciliación

Yo no quiero reconciliarme. Es más, ni sé con quién o con quiénes debería hacerlo, porque he tenido choques de amplio y diverso espectro. Nada demasiado serio en general, pero lo suficiente como para que no me apetezca darme la mano y un abrazo con seres a los que reservo una indiferencia civilizada. Y con esto trato de dulcificar el mensaje inicial, que conscientemente era una entrada de elefante en cacharrería. Quiero decir que no propugno instalarse en el rencor, ni mucho menos, en la venganza. Ni siquiera aspiro a ser el modelo de acción. Diría, incluso, que al contrario, me encantaría que el resto de mis congéneres tuvieran la bonhomía que a mi me falta y fueran capaces de estar a partir un piñón o los que sean con personas que un día les agraviaron o les provocaron un sufrimiento injusto. Admiro y aplaudo hasta la emoción, créanme, a los participantes en iniciativas como Glencree, donde víctimas y victimarios (*) se miran a los ojos y conversan sin animosidad. Ojalá fueran la norma.

No obstante, salvo que queramos engañarnos, todos sabemos que conductas así son la excepción. Encomiable, pero excepción. Para el resto de los casos hay que conformarse con soluciones más realistas, al alcance de los humanos imperfectos que son (o somos) la mayoría. Insisto, porque es muy importante que se entienda, que no hablo de nada ni remotamente parecido a la revancha. Desde luego, empezaría con un reconocimiento sincero del daño causado y seguiría con la promesa firme de no volver a reincidir bajo ninguna circunstancia. Sería muy necesario renunciar a tentaciones justificatorias de lo hecho y, por descontado, a conductas que positivamente se saben ofensivas y dolorosas para el otro.

A partir de ahí, primero coexistir, un poco más tarde, convivir, y dejar que el tiempo haga el resto. Habrá casos en los que la ansiada reconciliación llegue de un modo natural. Y otros en los que no será así, sin más.

(*) CORRECCIÓN: Como bien me indican, en la iniciativa Glencree no participan «victimarios». Son víctimas de diferentes violencias. Me dejé llevar por la inercia. Pido disculpas.

Un espectáculo innecesario

Sólo faltó la caravana con un tosco corazón serigrafiado que acompañaba a Isabel Gemio cuando iba de remendona televisiva de relaciones y echaba una mano a maltratadores confesos para que volvieran a tener a tiro una badana que zurrar, todo fuera por el amor y el share. Que tome nota el script de la productora del Ministerio español de Interior y se ocupe de incorporar el elemento de atrezzo en el próximo episodio de “Víctimas y victimarios”, probable título del reality show que se inauguró el viernes con el encuentro entre uno de los terroristas que puso la bomba de Hipercor y una de las personas que, aun con heridas graves, logró conservar la vida en aquella carnicería atroz que hace 25 años menos dos días se llevó por delante a 21 personas.

Qué culpa tendré yo si las veo venir, ya escribí aquí mismo que los relatos compartidos los carga el diablo o, peor todavía, un siniestro equipo de asesores incapaces de ceder a la tentación de convertir en exhibición impúdica lo que debería haber sido un acto íntimo sin otros testigos que sus protagonistas. Si, pasado un tiempo prudencial para la digestión y la construcción de perspectiva, nos lo querían contar a los demás, perfecto. Lo escucharíamos, no ya por insana ansia de cotilleo, sino por la curiosidad y hasta la fascinación que nos despiertan las historias donde se ponen en juego los sentimientos más profundos.

Hay una delgada pero fundamental línea que separa el morbo del interés humano. Saber y querer distinguirla es una de las claves básicas de mi oficio, lo que marca la diferencia entre lo zafio y lo que no lo es. Sin embargo, en este caso se ve que que no había la menor gana de andarse con finuras. Esto no iba ni de justicia, ni de reparación, ni de reconciliación. Ha sido un espectáculo puro y duro al que, para más inri, se le ha añadido un melifluo mensaje moralizador y un torpe e inútil aviso a navegantes que están a otra cosa.