Proceso… ¿de paz?

Proceso de paz. ¿Realmente estamos inmersos en algo que merezca tal nombre? A riesgo de recibir una buena collejada, les confieso que a mi se me hace excesiva la expresión y que cada vez me resulta más artificial cuando la leo o la escucho. Incluso si quienes la escriben o pronuncian lo hacen inspirados por las mejores intenciones, tengo la impresión de que un día nos vinimos demasiado arriba y no acabamos de descubrir cómo regresar a ras de suelo. Quizá hubo un momento en el que era procedente tal bautismo, pero en el actual, incluso con sus tiras, sus aflojas, sus bloqueos y sus provocaciones, no encuentro nada que justifique mantener la denominación. Aparte de dos docenas de recalcitrantes de Tiria o de Troya, ¿tiene alguien la sensación de vivir una cotidianidad muy diferente de la de cualquier lugar oficialmente en paz? Hecha a la inversa, la pregunta aclara más: ¿Se parece algo nuestro día a día al de, pongamos, Siria?

Se diría que planteo una cuestión puramente semántica y que tanto da si le llamamos Pepe o Juan, siempre que la cosa acabe bien. Anotemos, sin embargo, que las trampas del lenguaje suelen contribuir más a enmarañar que a solucionar. Como prueba del nueve, la dichosa ponencia del Parlamento vasco, varada en una simple coma. Y eso, después de haber ordeñado los circunloquios al máximo para que estos, aquellos o los otros no arrugasen el morro.

Igual que ocurre con la cacareada reconciliación, sospecho que estamos marcando un objetivo tan inalcanzable, que tenemos muchos boletos para acabar frustrados. Estamos lejos de la situación ideal, pero no diría que estamos en guerra.

Conjeturas sobre un frenazo

Nos las prometíamos muy felices con los pasos que no serán en balde de Rodríguez Zapatero, la música y la melodía de López Álvarez y las cosas que el Gobierno español no puede dejar de lado de Jáuregui Atondo. Hasta las esfinges de Pérez Rubalcaba y su sosías local Ares Taboada movieron levemente una ceja apuntando al horizonte donde llevamos esperándoles un buen rato. Parecía, como escribió Xabier Lapitz, que había sonado la hora de pisar el acelerador. Pero ahí se ha quedado todo, en un demarraje feroz que ha tardado un suspiro en regresar al familiar trote cochinero. Los que se apresuraron a decir digo se han vuelto a instalar en el Diego de toda la vida. ¿Por qué?

Vayamos con la hipótesis número uno: vértigo. Pasar de cero a doscientos en tres segundos no está al alcance de cualquier estómago, y menos, si falta entrenamiento. Ha llovido mucho desde los días de Loiola, y con lo baqueteado que ha llegado el inquilino de Moncloa a este minuto del partido, su cuerpo leonés no está para esprintar como cuando era un juvenil del poder en la recién estrenada primera legislatura. Si es eso, humana comprensión y paciencia. Dejémosle que vaya a su ritmo. Pero que vaya.

Qué diran

Peor sería que el frenazo respondiera a la conjetura número dos: miedo al qué dirán. De natural impresionable, a Zapatero le han podido temblar las canillas al ver lo mal que se ha tomado la caverna mediática el tímido cambio de lenguaje. Ustedes, que son prudentes, seguramente se guardan mucho de acercar sus ojos o sus oídos a esos pozos sépticos del fondo a la derecha, pero yo, que desayuno y meriendo a su vera, les doy fe de que no se recordaba una ofensiva igual desde el asedio a los Intxortas. En aquellos andurriales, la serpiente es la gran coartada, el fetiche universal que les provee de argumentos y pecunio, y no van a dejar que nadie acabe con ella ni por las malas ni por las regulares. Por ahí podría venir el ataque de prudencia monclovita, pero no lo creo.

Me inclino más por la teoría número tres, que es la que he defendido tantas veces aquí: puro teatro. O culebrón, para ser más preciso con el género. Como en los seriales de la tele, el capítulo que vemos cada día se ha grabado un par de semanas antes. Mientras se emite, se están rodando nuevos episodios, cuyo contenido sólo conocen los guionistas, el reparto y el equipo de producción. Especulamos, en resumen, con el pasado. Lo que de verdad está pasando ahora mismo no lo sabremos hasta dentro de quince días. Sospecharlo relativiza todo. ¿O no?

Plaga de profetas

No hay tímpanos ni pupilas capaces de digerir un cuarto de la mitad de lo que se ha dicho y escrito desde el domingo sobre el comunicado de ETA. Animados, según los casos, por las mejores o las peores intenciones, profesionales, amateurs y mediopensionistas de la opinión nos hemos lanzado en tromba a embotellar la interpretación genuina e indiscutible del recado que nos llegó a través de la BBC. Habernos equivocado patéticamente el millón de veces que hemos hecho el mismo ejercicio estéril a lo largo de los años no ha contenido nuestro ímpetu por arrojar a la Humanidad esa luz de la que creemos ser propietarios únicos. Luego, qué risa, proclamamos que ETA no nos marca la agenda y que el único comunicado que merecerá ser valorado será el que anuncie su disolución.

Alguna vez me he preguntado qué pasaría si quienes recitan ese par de coletillas levantando el mentón y engolando la voz fueran consecuentes con ellas. Para mi desazón, la respuesta es que ni siquiera es una opción contemplable. De entrada, sería una faena para los que vivimos de revender palabras ajenas a granel. Tendríamos que sudar tinta china para encontrar con qué saciar el hambre informativa de nuestra parroquia, con lo cómodo que es poner el zurrón y dejar que caigan las declaraciones de manual que servimos apenas sin desbastar y sabiendo que nadie guardará recuerdo de ellas media hora después. ¿Recompensaría alguien ese esfuerzo? Al contrario, pasaríamos por tibios, encubridores de la verdad y, en el mejor de los de los casos, por mantas del periodismo. Mejor dejarse arrastrar por la inercia.

Por suerte, nadie se acuerda

Y cuando no es la inercia, es el ego, la impepinable necesidad de demostrar que nosotros también sabemos todo lo que hay que saber y un poco más, lo que nos empuja a llenar páginas o minutos de material de aluvión, cuando no de puras fantasías sobre lo que va a pasar o a dejar de pasar con ETA. Luego, todo eso queda, para nuestra fortuna, sepultado en las hemerotecas o disuelto en el aire.

Sería una humillación demasiado grande confrontar los brillantes pronósticos con lo que acaba ocurriendo, que suele ser, puñetera casualidad, exactamente lo contrario de lo vaticinado. Tal vez alguien debería tomarse el trabajo de bucear en los quintales de finísimos análisis que el tiempo ha desmontado del punto a la cruz y publicarlos con doble subrayado bajo el nombre y el apellido de sus autores. Sospecho -lo decía al principio- que ni aún así acabaríamos con la plaga de profetas, pero el sofoco no se lo quitaba nadie…