Cuidado con la reforma

Las crónicas sobre los fastos anuales por la Constitución, igual que los del día de la Hispanidad, siempre han pertenecido más al género del cotilleo que a cualquier cosa levemente parecida al periodismo político. De saque, porque buena parte de los y las asistentes de cualquiera de los estratos sociales o profesionales, empezando por ciertos plumillas de ego XXL, aprovechan para exhibir sus modelitos. A ello se añade el hecho de que una de las inveteradas costumbres sea hacerse lenguas de los ausentes y ponerles de chupa de dómine con exageración en los aspavientos. Y como remate, la tradición porteril de los corrillos, donde se chismorrea sin micrófonos y en confianza. Bueno, en realidad, en ese tipo de confianza ful de Estambul impostada para ser traicionada.

Así es como van a los titulares declaraciones que no hay forma de saber si salieron de la boca del mengano o la zutana a quienes se atribuyen, si son producto de la creatividad del reporter o, como suele ser el caso más frecuente, si atienden a un apaño para poner en circulación la consigna que toque en cada rato. Si entiendo bien lo que voy leyendo y escuchando, el recado oficial de este año es que ni se va a meter mano ni se va a dejar de meter mano en las sagradas escrituras. O, en cualquier caso, que si se hace, no será para abrir el juego territorial, sino para dar matarile a las alegrías descentralizadoras que se dejaron colar los padres —eran todo tíos— de la llamada Carta Magna. Y no creo que a los tenidos por privilegiados e insolidarios habitantes de los territorios forales se nos escape por dónde empezaría la poda. Ojo al parche.

Kutxabank, ¿entidad pública?

Puede ser por la astenia de enfilar el fin de curso o tal vez por la sensación plomiza de haber visto la película doscientas veces, pero la barrila a cuenta de Kutxabank me aburre tres congos y pico. Barrila, sí, eso he escrito. Como en tantísimos asuntos, aquí no hay lugar al debate sosegado con argumentos que se oponen a otros argumentos. Es una pura derrama de consignas intencionadamente toscas que buscan convencer por las tripas y no por la masa gris. Por descontado, la adhesión es obligatoria e inquebrantable. O conmigo o contra mi. Lo de menos es entender de qué va la vaina. Y aquí es donde me toca confesar que no debo de ser ni la mitad de listo que los que se andan cruzando exabruptos.

Para empezar, me llena de perplejidad haberme enterado, cuarenta y pico años después de que mi padre me abriera una libreta infantil con cien pesetas en la Caja de ahorros vizcaína, de que durante todo ese tiempo he sido cliente de una entidad pública. Ni sospecharlo, oigan, aunque imagino que ha tenido que ser mayor la sorpresa de los empleados, que ahora están recibiendo la primera noticia de su condición de funcionarios. ¿Que no es exactamente así? ¿A qué viene, entonces, denunciar no sé qué privatización? Quizá si no se intentara trampear demagógicamente el lenguaje, resultaría más fácil prestar atención a los razonamientos.

Del mismo modo, la receptividad sería mayor si uno tuviera la certeza de que la pelea es por algo que ha importado alguna vez a los que enarbolan briosamente las pancartas. Sería muy divertido y altamente revelador comprobar en qué banco están domiciliadas según qué nóminas.