En la madrugada del martes al miércoles la gente de bien roncaba sus sueños, mientras un puñado de frikis sin remedio nos chutábamos en vena el conteo electoral en ese país que vemos tanto en las películas y las series de televisión. Se notaba, de hecho, que buena parte de la culturilla exhibida la habíamos mamado echando un ojo a “El ala oeste”, “Cinco hermanos” o, los más al día, “Homeland” y “The Newsroom”. Ni se les ocurra apurarse si no les suena ninguno de los títulos. Ya les digo que somos un ganado muy peculiar y, en consecuencia, pastamos un tipo de farlopa que no se agencia en cualquier lado ni a cualquier hora. La desventaja es sabernos atrapados por un vicio muy mal visto que nos hace buscar excusas peregrinas —¡no te imaginas qué noche me ha dado el crío!— para justificar las ojeras y el consumo compulsivo de café la mañana siguiente. A cambio, gozamos de placeres vedados al común de los mortales como pontificar sobre la importancia del resultado en Ohio. “El que gana en Ohio se lleva todo”, soltamos con la naturalidad del que dice que es malo comer melón antes de acostarse o que las nubes de panza de burra traen siempre lluvia.
Y eso es el nivel básico. Lo de Florida tiene más intríngulis. Ahí toca ir adaptando los comentarios a un escrutinio lento como las pelis de Kurosawa que, para colmo, va cambiando de signo cada tres minutos. Cuando se ponía en cabeza Obama, había que dejar caer que se percibía el apoyo de los latinos. En cambio, si era Romney el adelantado, lo suyo era recordar que el recuento del voto de los condados demócratas se hace casi al final. En cualquiera de los casos, se quedaba como Dios evocando la foto finish del año 2000 entre Bush Junior y Al Gore.
Total, que entre glosas a la paradoja de Massachusetts y puyas sobre la cara de sota de Sarah Palin en la Fox, llegó la aurora. Con ella, el veredicto: el mundo no cambia de dueño. A dormir… otros cuatro años.