Ibar, seguir batallando

Desde el sábado por la tarde, llevo clavado en el alma el guasap de Almudena Ariza en el grupo que había creado Andrés Krakenberger para informar de los pormenores del cuarto juicio a Pablo Ibar. “Culpable. Lo siento”, escribió la corresponsal de RTVE en Nueva York exactamente a las 16.35 horas.

Era una posibilidad bien cierta, a nadie se le escapaba, pero vaya usted a saber por qué, seguramente porque necesitábamos que fuera así, nos habíamos aferrado a la esperanza de que esta vez, que era la definitiva, terminaría de verdad la pesadilla. Y tampoco era todo cuestión de fe nacida de la pura voluntad. El transcurso de las vistas parecía haber alimentado esa llama de optimismo. Se habían evidenciado las manipulaciones, los errores, la mala fe. Si lo habíamos visto nosotros, ¿no lo iba a ver el jurado? Incluso en el peor de los casos, no iba a haber una o dos personas que rompieran la unanimidad imprescindible del veredicto? Ya hemos comprobado que no. ¿Por qué?

Le robo la respuesta a mi comadre tuitera Ángela Martínez de Albéniz, que media hora después de hacerse público el fallo, anotó: “El asunto estaba entre declarar culpable a Pablo Ibar o explicar por qué un inocente lleva 24 años en la cárcel y más de 15 en el corredor de la muerte”. Me da que va por ahí, y que también tiene que ver que, en los tiempos que corren, lo más fácil era que la apelación a las vísceras que hizo el fiscal —“¡No dejen que este asesino se vaya de rositas!”, bramó— cayera en terreno abonado. Era lo que se temía el gran Krakenberger, que a pesar de todo, no se rinde. “Seguiremos batallando”, no deja de repetir. Y así ha de ser.

Sleepless in Ohio

En la madrugada del martes al miércoles la gente de bien roncaba sus sueños, mientras un puñado de frikis sin remedio nos chutábamos en vena el conteo electoral en ese país que vemos tanto en las películas y las series de televisión. Se notaba, de hecho, que buena parte de la culturilla exhibida la habíamos mamado echando un ojo a “El ala oeste”, “Cinco hermanos” o, los más al día, “Homeland” y “The Newsroom”. Ni se les ocurra apurarse si no les suena ninguno de los títulos. Ya les digo que somos un ganado muy peculiar y, en consecuencia, pastamos un tipo de farlopa que no se agencia en cualquier lado ni a cualquier hora. La desventaja es sabernos atrapados por un vicio muy mal visto que nos hace buscar excusas peregrinas —¡no te imaginas qué noche me ha dado el crío!— para justificar las ojeras y el consumo compulsivo de café la mañana siguiente. A cambio, gozamos de placeres vedados al común de los mortales como pontificar sobre la importancia del resultado en Ohio. “El que gana en Ohio se lleva todo”, soltamos con la naturalidad del que dice que es malo comer melón antes de acostarse o que las nubes de panza de burra traen siempre lluvia.

Y eso es el nivel básico. Lo de Florida tiene más intríngulis. Ahí toca ir adaptando los comentarios a un escrutinio lento como las pelis de Kurosawa que, para colmo, va cambiando de signo cada tres minutos. Cuando se ponía en cabeza Obama, había que dejar caer que se percibía el apoyo de los latinos. En cambio, si era Romney el adelantado, lo suyo era recordar que el recuento del voto de los condados demócratas se hace casi al final. En cualquiera de los casos, se quedaba como Dios evocando la foto finish del año 2000 entre Bush Junior y Al Gore.

Total, que entre glosas a la paradoja de Massachusetts y puyas sobre la cara de sota de Sarah Palin en la Fox, llegó la aurora. Con ella, el veredicto: el mundo no cambia de dueño. A dormir… otros cuatro años.