El infierno está alicatado hasta el techo con una doble capa de buenas intenciones. Y ojalá que, por lo menos, sean de verdad buenas las que están detrás de lo que los periodistas seguimos llamando por testarudez o inercia Plan de Paz, pese a haber sido rebautizado oficialmente como Plan de Convivencia Democrática y Deslegitimación de la Violencia. Primer síntoma para la desconfianza: como en las cartas de los restaurantes, la sustancia es inversamente proporcional a la longitud de la denominación del plato. Y ya estamos empezando a verlo. La consejera de Educación acaba de reconocer que aquello que era tan urgente incorporar a la línea curricular -antes, simplemente programas escolares- va a tener que esperar, como poco, hasta el primer trimestre de 2011. Lean marzo, a tiro de piedra del fin de curso. Por lo visto, no ha dado tiempo a “adecuar los materiales”, signifique el eufemismo lo que signifique.
Hago una lectura positiva del retraso. Eso que, siquiera por unos meses, se ahorra la chavalería designada para probar en sus carnes algo seguramente no muy distinto de la vieja Formación del Espíritu Nacional. Y no voy por la cosa identitaria. De hecho, este plan me resulta tan improcedente e impertinente como el anterior. Uno y otro me parecen peligrosos autoengaños paternalistas. Otra vez tratamos de quitarnos nuestros complejos de culpa endosándoselos a nuestros hijos y, de propina, cargando sobre los docentes una responsabilidad que no les corresponde. No al ciento por ciento, por lo menos.
El sufrimiento como asignatura
Son necesarios camiones de ingenuidad para creer que unas buenas palabras dichas desde la tarima o un vídeo que los alumnos mirarán mientras se pierden en sus musarañas provocarán oleadas de futuros ciudadanos pacíficos. Todos hemos estado sentados en varios pupitres y sabemos de la impermeabilidad que se desarrolla en ellos. La ley de la gravedad, la tabla periódica de los elementos, las características del ser parmenídeo eran sólo letanías que escuchábamos de fondo mientras pensábamos en el partido contra los de la clase de enfrente. Y como aprenderlas era un peaje para aprobar, acababas incubando un sentimiento cercano al odio hacia esas materias.
“Mañana tengo examen de Víctimas”, dirán con fastidio los chavales. No suena muy empático hacia las personas que han padecido la violencia, ¿verdad? Pero la culpa será de quienes han convertido ese sufrimiento en una asignatura escolar que, para colmo de males, resultará una de las mil marías del actual sistema educativo.