Progremachismo

Todos los 8 de marzo escribo la misma columna. Lo único que cambia es que cada año me siento ante el teclado con una mochila más cargada de pesimismo que el anterior. De ahí al fatalismo hay un paso que no quisiera dar. Decir que no se ha avanzado absolutamente nada en materia de igualdad sería deformar la realidad. Es obvio que no estamos como, pongamos, hace un cuarto de siglo. Pero aparte de que sigue sin ser suficiente y de que hay clamorosos agravios sin tocar, lo que me alarma es ver que algunas de las mínimas conquistas se están empezando a perder. Sin mayor escándalo ni, por lo que percibo, ánimo de recuperarlas. Llamar la atención sobre esos retrocesos, que es el objeto de estas líneas, te convierte en un cansino tocapelotas o, según el equivalente en boga, en un apóstol de lo políticamente correcto. No hay nada peor que eso en la nueva escala social chachiguay que hemos aceptado sin rechistar. A ver si soy capaz de explicar lo que quiero decir con el relato de un episodio personal que aún no he sido capaz de superar.

En un foro de intachable progresía entreverada de rojez, un tipo se descolgó con una gracieta caspurienta que venía a insinuar que hay mujeres que desean con ardor ser forzadas sexualmente, siempre y cuando el violador tenga cierta maña. Cuando, llevado por un resorte, salté para terciar señalando la brutal barbaridad, me encontré en humillante minoría. Una parte de los presentes, incluyendo firmantes de radicales proclamas de género, miró para otro lado. Sin tiempo para sorprenderme por ese silencio pusilánime, me vi acorralado por el resto. La actitud bochornosa era la mía, por ser un tiquismiquis carca que se la coge con papel de fumar y anda por ahí cortando el rollo a los súper-mega-maxi transgresores, con lo salados que son. Lección aprendida: si eres progre reconocido, tienes licencia para soltar regüeldos machirulos. Lo anoto hoy, 8 de marzo.