Este es el minuto en el que sigo sin saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos en Egipto. Y no será porque no lo he preguntado o porque no he leído sesudos editoriales y profundísimas columnas de opinión. La mayoría de esas piezas son una especie de slalom gigante argumentativo. Generalmente, parten de la idea carrilera de lo poco presentables que son los golpes de estado, antes de empezar un curioso zig-zag en el que párrafo a párrafo se va dejando caer que en ocasiones no hay más remedio que dejar que vengan los militares a poner orden. Ha sido enormemente divertido encontrar versiones muy similares, quizá con algún matiz en la intensidad de la justificación del cuartelazo, en medios de aceras ideológicas opuestas. Pero todavía me ha causado más regocijo asistir a los malabares de los que cuando volvió a llenarse la plaza Tahir, desempolvaron la lírica de las primaveras árabes y ahora se barruntan que toda esa gente pudo salir a la calle a pedir que un tirano armado derrocara al mal gobernante que ganó unas elecciones. Qué incómodo, por cierto, encajar en esa mística revolucionaria las decenas de violaciones que se han registrado literalmente en medio de las protestas. Qué despreciable, aunque de eso también sabemos bastante en la parte alta del mapa, anotarlas como daño colateral menor y envolverlas en la coartada sociocultural de rigor.
Perdida casi totalmente la esperanza de hacerme una mínima composición de lugar de lo que pasa y por qué pasa, continuaré complaciéndome en la lectura de material como el que les acabo de describir. Siempre se aprende algo surfeando entre los renglones torcidos. Aquí o allá se cazan cuatro datos históricos o de contexto con los que lucirse en una ocasión propicia. Con todo, la gran lección es descubrir o constatar lo cuesta arriba que se hace reconocer que hay asuntos de los que no se domina ni una millonésima parte de las claves.