Egipto para dummies

Este es el minuto en el que sigo sin saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos en Egipto. Y no será porque no lo he preguntado o porque no he leído sesudos editoriales y profundísimas columnas de opinión. La mayoría de esas piezas son una especie de slalom gigante argumentativo. Generalmente, parten de la idea carrilera de lo poco presentables que son los golpes de estado, antes de empezar un curioso zig-zag en el que párrafo a párrafo se va dejando caer que en ocasiones no hay más remedio que dejar que vengan los militares a poner orden. Ha sido enormemente divertido encontrar versiones muy similares, quizá con algún matiz en la intensidad de la justificación del cuartelazo, en medios de aceras ideológicas opuestas. Pero todavía me ha causado más regocijo asistir a los malabares de los que cuando volvió a llenarse la plaza Tahir, desempolvaron la lírica de las primaveras árabes y ahora se barruntan que toda esa gente pudo salir a la calle a pedir que un tirano armado derrocara al mal gobernante que ganó unas elecciones. Qué incómodo, por cierto, encajar en esa mística revolucionaria las decenas de violaciones que se han registrado literalmente en medio de las protestas. Qué despreciable, aunque de eso también sabemos bastante en la parte alta del mapa, anotarlas como daño colateral menor y envolverlas en la coartada sociocultural de rigor.

Perdida casi totalmente la esperanza de hacerme una mínima composición de lugar de lo que pasa y por qué pasa, continuaré complaciéndome en la lectura de material como el que les acabo de describir. Siempre se aprende algo surfeando entre los renglones torcidos. Aquí o allá se cazan cuatro datos históricos o de contexto con los que lucirse en una ocasión propicia. Con todo, la gran lección es descubrir o constatar lo cuesta arriba que se hace reconocer que hay asuntos de los que no se domina ni una millonésima parte de las claves.

Ya no es primavera

Fue emocionante ver cómo la primavera se adelantaba a enero en aquella plaza Tahrir de El Cairo tomada por la esperanza y el hambre de ese manjar de dioses que llaman libertad. Luego la mecha se extendió por todo el norte de África y, junto a Mubarak —cuya condición de sátrapa conocimos de un rato para otro—, vimos caer en Túnez a Ben Alí (demócrata y socialista hasta un cuarto de hora antes) y pasarlas moradas a otros tiranos de la vecindad que se defendieron a sangre y fuego. Y, como guinda, la Libia aparentemente inexpugnable del déspota entre los déspotas, Muamar El Gadafi, entró en barrena… con la ayuda decisiva de los cazas enviados por los antiguos amigos del hoy convertido en cadáver multiprofanado.

Por ahí podemos empezar un deprimente flashback que provocará nuestra incomodidad al recordar la alegría con que saludamos todo aquello en su fotogénico nacimiento. Ya hemos visto cómo las gastan esos que bautizamos “rebeldes” con ingenuo y fatalmente equivocado romanticismo. Su instinto criminal nada tiene que envidiar al del carnicero derrocado y sañudamente torturado antes y después de ser asesinado. Por si quedaban dudas sobre sus intenciones, su primera disposición ha sido instaurar como ley suprema la sharia en su versión más cruda. De las brasas al fuego.

Parecido destino aguarda al pueblo tunecino, que ha elegido libremente —y ahí sí que no se no se puede decir nada— a un partido que también cree que no hay mejor constitución que el Corán. Cuando menos, sospechoso que los mismos gobiernos occidentales que le reían las gracias al viejo dictador han saludado con media sonrisa la nueva mayoría islamista.

Dentro de un mes sabremos qué dicen las urnas en Egipto, punto de partida de las revueltas. Hasta el momento, sólo hemos visto que aquel ejército que dijo ponerse al lado de sus compatriotas no ha dejado de masacrarlos de tanto en tanto. La primavera se hizo invierno.