En el primer bote, suena feo. Alguien que no hace ni tres meses que ha dejado de ser vicepresidenta y ministra de Economía ficha como consejera de Endesa. De una filial chilena de la compañía, para ser más exactos, por aquello de que quien hace las leyes sobre incompatibilidades hace la trampa en el mismo viaje. Más sospechoso todavía. Parece un caso de libro de lo que en Argentina llaman “la puerta giratoria”, es decir, el pasadizo directo del alto cargo político al alto cargo empresarial y, al albur de los vientos electorales, la viceversa: la cuestión es tener siempre cuero noble bajo el culo.
Con ánimo de ser justos, veamos los atenuantes. La remuneración anual que percibirá Elena Salgado por esta sinecura no pasará de 70.000 euros. Es un pastón para el común de los curritos, pero —no nos engañemos— una bagatela para lo que se estila en el Olimpo directivo de emporios como el que ha requerido los servicios de la escudera económica de Zapatero. Por otra parte, basta medio vistazo a su currículum para admitir, por poca simpatía que se tenga al personaje, que algún partido ya ha empatado en su carrera. Méritos profesionales no le faltan. Conclusión incompleta: han fallado las formas, sobre todo por la prisa que se ha dado en la mudanza, pero tampoco parece que nos hallemos ante un escándalo de parar las rotativas.
Creo —y aquí es donde quería llegar— que estos casos hay que mirarlos uno a uno en lugar de hacer una generalización facilona. Si criticamos que la política se haya convertido en una profesión vitalicia, no podemos quejarnos sistemáticamente cuando alguien deja lo público para reincorporarse a lo privado. Otra cosa es, y ahí es donde está el problema, que hablemos de chisgarabises y medianías que encuentren suculento acomodo donde jamás los habrían contratado ni como bedeles antes de tocar pelo gubernamental. Felipe González o José María Aznar, por poner dos ejemplos