Culpas

De Europa tengo una opinión manifiestamente mejorable. Eso, contando con que ni siquiera sé muy bien lo que expresa una palabra que se utiliza indistinta y confusamente para hablar de instituciones o de geografía. Si va de lo segundo, miro el mapa y sonrío con una migaja de desconcierto. Hace falta un congo de buena voluntad para tragar que haya algo que homogeneiza a los millones y millones de pobladores de tan vasta extensión territorial. Y peor, si nos referimos al conglomerado político que primero se llamó comunidad económica —ahí por lo menos no se disimulaba— y de un tiempo acá se dice unión. Ahí ya no es escasa simpatía, sino una creciente y fundada antipatía.

Lo anoto, e inmediatamente añado que, sin embargo, esa inquina de oficio no me lleva a culpar de todas las catástrofes sobre la faz de la tierra ni al continente ni a su quincallería institucional… y mucho menos a sus atribulados habitantes. Como probablemente estén imaginando, aludo a la guerra de Siria y a sus consecuencias. Aunque sus gobernantes hayan tomado mil y una decisiones equivocadas o directamente malintencionadas, es una barbaridad como la copa de tres pinos responsabilizar a Europa de todo el horror y la destrucción. También una simpleza y, de propina, una muestra de supremacismo occidental que no se la salta Sergei Bubka. ¿Cómo calificar, si no, que se dé por hecho que los únicos dotados para el mal sean los blancos lechones? Aunque no les entre en sus etéreas seseras a los cofrades del angelismo pueril, ni el matarile ni el puteo sistemático del prójimo son monopolio de esta parte del mundo. Ni de lejos.