Curiosa e inquietante coincidencia: alguien con las iniciales J.V. es, por lo menos en el momento de escribir estas líneas, el último nombre incorporado a la siniestra lista de muertos en el tajo en Euskadi. Una pieza de quinientos kilos le golpeó en la cabeza el jueves pasado en la empresa Indubilsa de Loiu y falleció el martes en Cruces después de pasar cuatro días en coma. Vivía en Sopelana y tenía 58 años.
Nunca llegamos a saber mucho más. Ocupados en asuntos seguramente más transcendentales que la pérdida de una vida, los periodistas damos por supuesto que a nadie le interesa conocer más detalles de lo que, al fin y al cabo, ya no es sino un apunte, otra muesca en la culata de las frías estadísticas. Tres muertos en una semana de septiembre. Han caído, además, de uno en uno, así que ni siquiera han contado con el poder del morbo de los accidentes múltiples, que dan para tres cuartos de página y un primer plano de los allegados deshechos en el lugar de la tragedia. Ahí sí caben, aunque se anoten con afán lacrimógeno, las apostillas que humanizan, individualizan y ponen en contexto cada drama: “Esperaba un hijo”, “se acababa de casar”, “le quedaban tres días para jubilarse”…
Nadie se atreve a escribirlo en ningún manual de estilo, pero en la prensa la muerte atiende a jerarquías. Según quién y cómo pase a la condición de cadáver, merecerá los honores de un monográfico, una llamada en portada, un breve emparedado entre las noticias de una feria ganadera y un campeonato de mus o, a veces, ni eso. Bien es cierto que, previo pago, siempre hay sitio en la sección de esquelas.
Los que menos importan
En esa macabra clasificación el farolillo rojo lo ocupan exaequo los fallecidos en las carreteras -salvo que se disponga de una buena imagen del amasijo de hierros o haya habido más de tres víctimas a la vez- y los que se han dejado la vida en el puesto de trabajo. No mucho más arriba están las mujeres asesinadas por sus carceleros domésticos, que en los últimos tiempos han escalado posiciones porque sirven de coartada para declaraciones huecas del tipo “hay que acabar de una vez con esta lacra”.
No juzgo, sólo relato. De hecho, me considero cómplice de este inhumano método de ordenar la muerte por tamaños, colores y sabores del que tantas veces he participado. Algo me dice, incluso, que es la mala conciencia la que ha inspirado estas líneas que sólo pretendían dejar constancia de que quien murió el otro día golpeado por una pieza de quinientos kilos no era un número, sino una persona.