Siempre me ha repateado el hígado la matraca de la sociedad enferma. Nos lo escupían a los vascos desayuno, comida y cena en los años que siguieron al acuerdo de Lizarra. Luego, los diagnosticadores contumaces volvieron la vista al nordeste peninsular para decretar la misma dolencia a todos los integrantes del censo catalán. Pero de tanto en tanto, regresaban a los pacientes cero que moramos entre el Ebro y el Adur a renovarnos el certificado. La última vez fue el pasado sábado, con la excusa del psicodrama que tirios y troyanos escenificaron en Arrasate o Mondragón, como les gusta pronunciar a papo lleno a las gargantas cavernarias.
Y miren, les niego la mayor y la menor. De entrada, hay que ser muy bruto y muy malintencionado para atribuir a toda una colectividad el comportamiento de un número concreto (bien es verdad que, por desgracia, no pequeño) de individuos. Pero es que además, no cabe achacar a ninguna patología la elección voluntaria de la miseria moral. Centremos, pues, los términos de una puñetera vez. Esas decenas de miles de nuestros convecinos —empezando por sus gurús políticos y su aguerrida vanguardia informativa— que se encabronan porque llamamos asesino a un tipo que se ha llevado por delante (que sepamos) 39 vidas no están enfermos. Su pensamiento y su actitud no son disculpables por razones genéticas ni por la intervención de un virus. Son, para la desgracia y la vergüenza, ahora sí, de la mayoría de la sociedad vasca, opciones conscientes. Simplemente creen que un criminal múltiple puede ser un héroe. Otra cosa es que eso sea así en parte por el silencio cómodo y/o cobarde de los demás.