Caramba, carambita, carambirulí. ¿Me dicen en serio que el superlativo bipatriota y expendedor de lecciones de moralidad a granel, Mario Vargas Llosa, también tenía su bisnes en el chiringuito del tal Fonseca? ¿De verdad que el campeón estratosférico de la dignidad, el tipo que nos canta las mañanas por insolidarios y egoístas a los pérfidos rojoseparatistas periféricos, se había buscado el modo de no contribuir a las dos grandes naciones de las que se ufana de ser hijo? Eso dicen los entretenidísimos papeles de Panamá. Hay constancia de que el Inca Garcilaso redivivo —así le escuché un día que se sentía— era titular, junto a su hoy abandonada santa, de una de las toneladas de sociedades de color marrón oscuro que gestionaba el famoso bufete de guante blanco. En concreto, una que operaba en las Islas Vírgenes británicas, paraíso en los sentidos literal y fiscal de la palabra.
Menos mal que como es un caballero español y peruano, habrá salido a reconocerlo gallardamente y a apechugar con las consecuencias, que en realidad son ninguna, ¿no? Más bien no. Lo que ha venido a decir el crepuscular descubridor del molinillo filipino es que el perro le comió los deberes. Y ni siquiera con su incomparable prosa, que para eso paga a unos propios. Ha sido su agencia la que ha salido a contar que no más fue la puntita y, además, por culpa ajena. “Solamente puede atribuirse a que algún asesor de inversiones o intermediario, sin el consentimiento de los señores Vargas Llosa, reservó esta sociedad para la realización de alguna inversión que se estaba estudiando”, zanja la nota supuestamente aclaratoria. Pues vaya.