Lo que vende

No sé si sigue ocurriendo —tengo motivos para sospechar que sí—, pero en mis días de cliente de la facultad de ciencias de la información, cada tres por cuatro alguno de los que levitaban sobre la tarima nos cantaba las excelencias de A sangre fría, de Truman Capote. Según la loa al uso, ahí estaba todo lo que los tochos y los manualillos teóricos no alcanzaban a contarnos sobre el reportaje periodístico. El empapado a conciencia de aquellas páginas, exageraban, suponía una puerta de entrada al gremio plumífero mucho más cierta que la obtención del título oficial y equiparable a los entonces nacientes másteres donde se pagaba un pastón por trabajar… en los turnos más jodidos y en las secciones menos lucidas.

De esos polvos docentes, seguramente bien intencionados, viene gran parte del lodo amarillo que nos pone perdidos cada vez que tratamos de informarnos sobre cualquier cuestión, y de modo especial, cuando se trata de un suceso. Aunque al lector, oyente o espectador le bastarían —o deberían bastarle— un puñado de datos básicos, quiera o no, se encuentra bajo un bombardeo inmisericorde de detalles, pelos y señales de dudosa utilidad. Dirección exacta de víctimas y victimarios, situaciones sentimentales presentes y pasadas, historiales clínicos, currículos laborales, nacionalidades indicadas de forma implícita o explícita según proceda, que no falte un pormenor. Como aliño imprescindible, testimonios a tutiplén y sin desbastar del primero que se ponga a tiro, aunque solo pasara por allí: parecía un chico normal, ya se veía que era un cabrón con pintas, últimamente estaba muy raro… Cualquier gachupinada por el estilo vale para titular un despiece o, si es de enjundia, para encabezar el cuerpo principal. Eso vende.

Me temo que debo detenerme ahí. Si vende, es que está bien. Con lo chungo que va el oficio, solo faltaba que me pillaran apedreando mi propio tejado. Pues nada, por muchos años.

Un pésimo periodista

Más de veinticinco años en este oficio de tinieblas y aún me pregunto si sirvo para ejercerlo. Por fortuna, no es una duda que me asalte todos los días ni a todas las horas. En general, me las apaño bastante bien envolviendo para regalo las mil y una insustancialidades que, convertidas en titular o relleno de tertulia, aparentan más de lo que son. Ningún problema con declaraciones políticas de carril, nombramientos o ceses, pactos posibles o improbables, decisiones del gobierno correspondiente o, si me apuran, los chanchullos y chanchulletes nuestros de cada día. Con toda esa morralla que no siempre lo es basta con tirar de Turmix y hacer cuatro juegos malabares con el plato antes de servirlo. Donde me estrello —qué vergüenza— es al enfrentarme al rey de los géneros periodísticos por excelencia, el suceso. El que se ha encaramado a las portadas y aperturas informativas en las últimas jornadas, la tragedia del Madrid Arena, es, como tal vez empezarán a sospechar, el que ha vuelto a liberar mis fantasmas.

Por descontado que comprendo que es una noticia digna de tratamiento preferente y con generosidad de tiempo y espacio. Hasta ahí llego, pero me declaro incapaz de hurgar en el Facebook de las jóvenes fallecidas para vampirizar sus fotos y profanar sus mensajes aún calientes, de acosar con saña a sus amigos o familiares para arrancarles unos jirones de su dolor a modo de trofeo o de abalanzarme sobre quienes estuvieron en la funesta montonera en busca del entrecomillado más truculento. Aunque lo intentara con todas mis fuerzas, se me acabarían rebelando el estómago y lo que yo juraría que merece —menudo blandengue— el nombre de conciencia.

Definitivamente, no estoy dotado para chapotear en la sangre ni en la amargura ajena. En ese sentido, sólo puedo reconocer que soy un pésimo periodista. Mi único consuelo es fantasear con que tal vez sea porque en el fondo no soy tan mala persona.