De nuevo, las columnas y los comentarios se llenan de alusiones a la Tangentópolis italiana. He perdido la cuenta de las veces que, tras la aparición de un nuevo caso de corrupción en Hispanistán, creemos estar a las puertas de un derrumbe de régimen como el que ocurrió en la península de la bota a principios de los noventa del siglo pasado. Quizá, quién sabe, esta sea la buena. Desde luego, la Operación Púnica —qué arte en el bautismo tiene algún benemérito— marca el récord de trincones detenidos en menos tiempo. Parece, además, que se trata de un menú degustación. Por lo que se va conociendo e intuyendo, hay una larga lista de mangantes aguardando turno (es decir, la recopilación de indicios suficientes) para ser emplumados. A diferencia de otras ocasiones, todo apunta a que en sus partidos nadie va a mover un dedo por ellos. Por una parte, porque hemos entrado en la fase del sálvese quien pueda, y por otra, porque, según nos cuentan, las presuntas rapiñas no eran para compartir con la caja B común, imperdonable egoísmo.
A la espera de nuevos y jugosos capítulos de la novela marrón recién inaugurada, que los habrá, les propongo una reflexión sobre sus protagonistas. Y más concretamente, sobre los que tienen la condición de políticos. ¿Se han parado a pensar cómo llegaron a los puestos desde los que han podido ejercer su latrocinio? Tristemente, a golpe de voto popular. Varios de los ahora encausados pueden exhibir pingües mayorías revalidadas elección a elección. Buena parte del mismo pueblo que ahora echa pestes sobre ellos les dio la llave del pillaje. Son corruptos, sí, pero soberanos.