Confieso que escribo con vértigo, a diez centímetros del abismo de la autocensura. Qué tiempos, cuando el acojono venía de arriba y llevaba traje de corbata o uniforme. Ahora las hogueras las prenden y las ceban los campeonísimos de la libertad de expresión, así que ten cuidado, plumilla, no quisiéramos hacerte daño. A ver qué vas a decir de la Ley Trans que no te haga merecedor de un poco de ricino. De acuerdo, esas son las lindes. Veremos si soy capaz de no salirme… mucho. Empezaré diciendo que no es normal tener que hacer estos preámbulos ni estos equilibrios en el alambre. Pero cómo no hacerlos, cuando se asiste al tremendo espectáculo del acollajamiento inmisericorde que están padeciendo mujeres que llevan toda su pinche existencia en la lucha feminista y por la igualdad de las opciones afectivas solo por haber dicho no están de acuerdo en que el género se pueda escoger a mano alzada y, si llega el caso, volver a revertir la decisión tantas veces como se quiera. ¿Sería demasiada herejía susurrar que eso de la autodeterminación de sexo a partir de los catorce años requiere un explicación motivada en lugar de los habituales cuatro kilos de palabros recién inventados? Y, de perdidos al río, ¿nadie ha caído en la cuenta de que este tipo de planteamientos, aparte de tener aroma a testosterona —qué paradoja—, alejan de la causa a millones de personas corrientes y molientes? Toda la vida luchando contra los dogmas de fe, y ahora hay que tragar, so pena de recibir la consideración de falócrata fascista, con verdades reveladas e irrefutables como esta. De propina, claro, el regalazo que supone la cosa para el extremocentroderecha, que se está dando un festín.