Les sigo haciendo la lista de mis desconfianzas. La de ayer, esa España económica que igual que la política no ha completado la transición desde el franquismo, era de manual. Tal vez les resulte más sorprendente la que me ocupará en las próximas líneas. Más que nada, porque, necesitados de creer en Dios o, aunque sea, el ratoncito Pérez, hay muchos que pronuncian el nombre de Europa como si fuera un conjuro que nos librará del descalabro cuando estemos a un milímetro del precipicio. Sin embargo, si atendiéramos a los hechos y no a la desesperación, tendríamos la certeza de que lo que llevan en la mano los presuntos salvadores es una puntilla.
Europa —o para ser más exactos, la Unión Europea— es una de esas fantásticas teorías que se estrellan en cuanto emprenden el camino del dicho al hecho. No niego que a los padres fundadores les guiaran las más nobles intenciones. Ni siquiera que con viento a favor y fondos de pasta fresquita para repartir, la cosa haya sido capaz de tirar mal que bien. Pero en cuanto han empezado a pintar bastos, ha quedado claro que no es nada fácil marcarse un mecano con 27 piezas que son cada una de su padre y de su madre. Lo que alguien soñó como un sublime ejercicio de natación sincronizada se ha convertido en un naufragio apelotonado donde impera el sálvese quien pueda. Tarde han caído algunos en la cuenta de que tal vez no se debió invitar al ejercicio a quien no sabía nadar.
Cabría un atisbo de esperanza si los que llevan el silbato y los galones no fueran una panda de maulas que han ganado su cargo en una subasta de intereses cruzados. Tal vez ustedes no tengan ese vicio, pero como a mi no me queda más remedio, dedico buena parte de mi jornada laboral a leer y escuchar lo que dicen Durao Barroso, Van Rompuy, Olie Rehn o Mario Draghi. Un día es arre, otro es so y media hora más tarde, una mezcla de lo uno y de lo otro. Démonos por… ya saben.