10 años del euro

Con la tabarra que suelen traer las efemérides redondas, es muy significativo que los diez años que cumplió anteayer el euro hayan pasado casi de puntillas para los telediarios, los periódicos y no digamos las instancias oficiales que tanta brasa dieron cuando nos pegaron lo que cada vez está más claro que fue un cambiazo. Nos juraban entonces que la zozobra que supuso la aclimatación —estuvimos tres o cuatro años sin saber realmente cuánto cobrábamos y cuánto pagábamos— sería recompensado con creces gracias a las ventajas sin cuento de la nueva moneda. Hoy por hoy, la única que soy capaz de citar es la posibilidad de comerme un cruasán en Baiona sin pasar por el banco a cambiar pesetas por francos.

Todo lo demás ha sido un sablazo tras otro, una sucesión de bocados a nuestros bolsillos que, para más recochineo, han pretendido negarnos a la cara mediante esa engañifa llamada IPC. Aunque vayamos perdiendo neuronas, aún recordamos lo que nos costaba un café hace una década y, como manejamos las cuatro reglas básicas, sabemos que era menos de la mitad de lo que nos cuesta ahora. Hacer la misma comparación con el pan, la gasolina, una entrada de cine o unos zapatos puede sumirnos en una melancolía que se transformará en depresión profunda al comprobar que los sueldos no han escalado ni de coña al mismo ritmo.

Lo tremendo es que cualquiera podría haber previsto el desenlace. No hacía falta tener media docena de másters en economía para intuir que, por muy bonita que fuera la idea, era una barbaridad forzar a utilizar la misma moneda en doce estados (ahora son 17) con niveles de vida brutalmente diferentes. Todas las voces que se alzaron para alertar de ello fueron acalladas con el socorrido argumento de que en estas cuestiones sólo deben opinar los que saben del asunto. Es gracioso que buena parte de esos que tanto sabían ahora están estudiando cómo narices dar marcha atrás.

Productividad y otras malas hierbas

Mejor que nos vayamos aplicando el chiste del monaguillo insistente. Los deseos de la señorita Rotenmeyer, también conocida como Angela Merkel, son órdenes. Si la canciller de plomo dice que las subidas salariales deben bailar al ritmo de la productividad, así será más temprano que tarde. Quitando al cachondo de la patronal madrileña que dijo que la tal productividad era cosa muy germana y nada hispana, le están saliendo apóstoles como setas a la doctrina neofordista. Algunos, incluso, con pedigrí rojizo, como la consejera de trabajo de la CAV, Gemma Zabaleta. Bastará un par de noches de nicotina, cafeína y trueque de favores en Moncloa para que también a Cándido Méndez y Fernández Toxo la fórmula les parezca un mal menor. Sapos más gordos se han tragado.

Conste que a mi tampoco se me antoja un contradiós. Ni siquiera un contramarx. Si supieran venderlo mejor, en lugar de la palabra “productividad”, que evoca la cadena de montaje de “Tiempos modernos”, deberían hablar de beneficios. ¿Están dispuestos a vincular los sueldos a los beneficios? Ahí está el truco: solamente en tiempos de vacas flacas, es decir, cuando no los hay. En cuanto vuelvan los números verdes bien cebados, ya no les resultará tan atractiva la idea. Se trata de repartir la miseria, no la abundancia. En tiempos de bonanza resulta más rentable la receta hasta ahora en vigor, o sea, la vinculación con el IPC.

Capacidad adquisitiva

Sobre este método, siempre me he preguntado qué les hace suponer a los sindicatos que es el más razonable. De entre los timos de la estampita que tragamos sin rechistar, pocos son tan escandalosos como el santificado Índice de Precios al Consumo. Es todo un prodigio que lo que nuestro bolsillo nos demuestra dolorosamente que se ha puesto por las nubes, a la hora de convertirlo en los dígitos oficiales que nos ofrecen cada mes se haya quedado en una minucia. Se me caen las lágrimas cuando en enero le llega a mi ama una paga extra (qué rostro, llamarla así) de cuatro euros y veinticinco céntimos por la desviación del IPC de marras. Y con un par te dicen que con eso queda empatada la economía doméstica o, según el eufemismo al uso, que se compensa la pérdida de capacidad adquisitiva.

Será cuestión de ver si palmamos o no -y cuánto- fiando los hipotéticos incrementos de nuestro jornal a la dichosa productividad. ¿Cómo la medirán, por cierto? En el ejemplo clásico, la fábrica de tornillos, no parece complicado. Pero, ¿y en una empresa de pompas fúnebres, por ejemplo? Creo que prefiero no saberlo.