10 años del euro

Con la tabarra que suelen traer las efemérides redondas, es muy significativo que los diez años que cumplió anteayer el euro hayan pasado casi de puntillas para los telediarios, los periódicos y no digamos las instancias oficiales que tanta brasa dieron cuando nos pegaron lo que cada vez está más claro que fue un cambiazo. Nos juraban entonces que la zozobra que supuso la aclimatación —estuvimos tres o cuatro años sin saber realmente cuánto cobrábamos y cuánto pagábamos— sería recompensado con creces gracias a las ventajas sin cuento de la nueva moneda. Hoy por hoy, la única que soy capaz de citar es la posibilidad de comerme un cruasán en Baiona sin pasar por el banco a cambiar pesetas por francos.

Todo lo demás ha sido un sablazo tras otro, una sucesión de bocados a nuestros bolsillos que, para más recochineo, han pretendido negarnos a la cara mediante esa engañifa llamada IPC. Aunque vayamos perdiendo neuronas, aún recordamos lo que nos costaba un café hace una década y, como manejamos las cuatro reglas básicas, sabemos que era menos de la mitad de lo que nos cuesta ahora. Hacer la misma comparación con el pan, la gasolina, una entrada de cine o unos zapatos puede sumirnos en una melancolía que se transformará en depresión profunda al comprobar que los sueldos no han escalado ni de coña al mismo ritmo.

Lo tremendo es que cualquiera podría haber previsto el desenlace. No hacía falta tener media docena de másters en economía para intuir que, por muy bonita que fuera la idea, era una barbaridad forzar a utilizar la misma moneda en doce estados (ahora son 17) con niveles de vida brutalmente diferentes. Todas las voces que se alzaron para alertar de ello fueron acalladas con el socorrido argumento de que en estas cuestiones sólo deben opinar los que saben del asunto. Es gracioso que buena parte de esos que tanto sabían ahora están estudiando cómo narices dar marcha atrás.