10 años del euro

Con la tabarra que suelen traer las efemérides redondas, es muy significativo que los diez años que cumplió anteayer el euro hayan pasado casi de puntillas para los telediarios, los periódicos y no digamos las instancias oficiales que tanta brasa dieron cuando nos pegaron lo que cada vez está más claro que fue un cambiazo. Nos juraban entonces que la zozobra que supuso la aclimatación —estuvimos tres o cuatro años sin saber realmente cuánto cobrábamos y cuánto pagábamos— sería recompensado con creces gracias a las ventajas sin cuento de la nueva moneda. Hoy por hoy, la única que soy capaz de citar es la posibilidad de comerme un cruasán en Baiona sin pasar por el banco a cambiar pesetas por francos.

Todo lo demás ha sido un sablazo tras otro, una sucesión de bocados a nuestros bolsillos que, para más recochineo, han pretendido negarnos a la cara mediante esa engañifa llamada IPC. Aunque vayamos perdiendo neuronas, aún recordamos lo que nos costaba un café hace una década y, como manejamos las cuatro reglas básicas, sabemos que era menos de la mitad de lo que nos cuesta ahora. Hacer la misma comparación con el pan, la gasolina, una entrada de cine o unos zapatos puede sumirnos en una melancolía que se transformará en depresión profunda al comprobar que los sueldos no han escalado ni de coña al mismo ritmo.

Lo tremendo es que cualquiera podría haber previsto el desenlace. No hacía falta tener media docena de másters en economía para intuir que, por muy bonita que fuera la idea, era una barbaridad forzar a utilizar la misma moneda en doce estados (ahora son 17) con niveles de vida brutalmente diferentes. Todas las voces que se alzaron para alertar de ello fueron acalladas con el socorrido argumento de que en estas cuestiones sólo deben opinar los que saben del asunto. Es gracioso que buena parte de esos que tanto sabían ahora están estudiando cómo narices dar marcha atrás.

Tribulaciones de un fumador

Gran alarde de imaginación del Gobierno español para achicar con vasos de chupito el océano deficitario que conduce al temido rescate: subamos el impuesto sobre el tabaco. Dicho y hecho. Aunque en el primer anuncio habían amagado una moratoria hasta el inminente cambio de calendario, el nuevo sablazo se aprobó el funesto viernes 3 de diciembre, de matute junto al Decreto Ley que puso malitos de acostarse a los mártires de las torres de control aeroportuarias. Como los yonkis del trujas no tenemos la capacidad de paralizar nada que no sean nuestros pulmones o, un mal día, nuestras alquitranadas arterias, nos quedamos incluso sin la pírrica victoria de haber protagonizado los titulares del día siguiente. Un breve perdido en cualquier sitio de los papeles -lo ideal, junto a las esquelas- dio cuenta del edicto de los genios de las matemáticas: entre treinta y cincuenta céntimos más por cajetilla. El Estado de Alarma nos resultó una broma a los que hemos vuelto a ser sometidos a toque de queda en los bolsillos. El martes pasado el precio ya estaba actualizado en los estancos.

Con alguna razón se nos dirá que buena parte de la culpa es nuestra, por ser incapaces de poner a escuadra para siempre al vicio que nos mata y, como extra, nos saquea la hacienda. Ojalá fuera tan fácil como planteárselo, creérselo y levantarse al día siguiente sin la necesidad de atizarse una dosis cada media hora. Lo de la fuerza de voluntad es un bello concepto, pero hasta el más talibán de los expertos en deshabituación tabáquica les echará abajo ese mito. Contra la química sirve de poco luchar a pecho descubierto. Dicen los tratados -los escritos por especialistas, no por vendepeines- que quienes han dejado de fumar sin esfuerzo de un rato para otro no eran fumadores.

Siete mil millones

Ya les conté aquí mismo que no me cuento entre los botafumeiros andantes que se creen con licencia para emponzoñar al prójimo. De hecho, no tengo ni un cuarto de argumento que oponer a la vigente ley sobre el tabaco, ni a la vuelta y media de tuerca que se nos viene encima. Sé de sobra que hasta ahora se me ha permitido hacer lo que no debía y asumo con deportividad que se acabe el recreo.

Sin embargo, eso sólo no finiquitará el problema. Hablan los datos. Los que certifican que el número de fumadores ha aumentado en los últimos cuatro años, pero sobre todo, los que ponen negro sobre blanco cuánto ingresamos cada año al Estado: siete mil millones de euros. Como lo dejemos todos de golpe, prepárense de verdad para el rescate.