Lo mejor y lo peor

Prometo que cuando esta columna empezó a tomar forma en mi cabeza, la intención era, por una vez, fijarme en lo positivo. Centenares de ciudadanos que salen de casa de madrugada para donar sangre, bomberos que abandonan la huelga, sanitarios, policías (sí, policías, ¿qué pasa?) o personal de servicios de emergencias que aparcan sus vacaciones y acuden a echar una mano porque sí, hosteleros que organizan un banco de habitaciones para los familiares de las víctimas… Y cómo olvidar a mis compañeras y compañeros que tuvieron que contarlo luchando contra su condición humana —no imaginan lo jodido que es mantener a raya los sentimientos en situaciones así— y contra los elementos: precariedad general del oficio, verano, noche, víspera de puente, confusión indescriptible, ausencia casi total de fuentes fiables, portavoces mudos y otros que hablan de más, la presión de lo que ya ha sacado el de al lado. Ahí quería ver yo a los cátedros de periodismo que, en pijama y con una cerveza al lado, se pusieron a impartir lecciones y soltar doctas collejas. Pena que no se les comiera el smartphone o la tableta un cerdo.

Fueron esos toreros de salón los primeros que cambiaron lo que pensaba escribir. Luego llegaron las condolencias con sigla e ideología en estandarte, donde uno no sabía si destacaba lo patético o lo miserable. Más o menos en la misma ola, acudieron los pescadores de río revuelto y los arrimadores de ascua a la sardina propia en dos bandos diferenciados, los que daban fe de que la culpa la tenían Rajoy y la troika y los que porfiaban que si no hubiera sido por Mariano, nadie habría salido con vida de los vagones. Aún quedaban los expertos en seguridad ferroviaria, que curiosamente son los mismos gurús que nos adoctrinan sobre Bárcenas, la prima de riesgo o la madre que nos parió.

Mi enseñanza es que, efectivamente, las tragedias sacan lo mejor que tenemos. Y por desgracia, lo peor.

Extraño en un tren

Junto a las imágenes personales e intransferibles, esas que conservarán el salitre de las lágrimas, en mi álbum del Día después haré un hueco al video de Patxi López tratando de dejar una declaración para la Historia al ritmo del bamboleo de un vagón. Nada más parecido al belga por soleares o al dandy con lamparones de la canción de Sabina. Aquellas palabras que sus discursistas habían tallado en caoba y bañado en el pan de oro que requería la ocasión acabaron luciendo como una baratija. No fue solamente que el traqueteo del convoy las ensordeció. Tuvo peor efecto aun ver cómo quien habría de pronunciarlas con solemnidad necesitaba concentrar sus esfuerzos en luchar contra las leyes físicas del movimiento. Con ningún éxito, claro. Lo visual casi siempre puede con lo sonoro y lo que permanecerá en nuestras retinas es un tipo afectado por el baile de San Vito que movia los labios mientras por la ventanilla se sucedía un paisaje anodino.

Como me han abroncado amistosamente varios oyentes de Gabon de Onda Vasca y hasta algún ilustre invitado, puede que, al lado de la enormidad del momento que estamos viviendo, esto sea una anécdota mínima en la que no merece la pena entrar. Ya habrá, me dicen, otras oportunidades para tirar de cachiporra. Me resisto, sin embargo, a verlo así. De hecho, en esa especie de sketch de Vaya Semanita que nos largó López por toda declaración institucional encuentro una alegoría perfecta de todo su mandato y, por supuesto, de su papel en esto tan importante que nos está pasando. Simplemente, él no ha sido otra cosa —Hitchcock me perdone— que un extraño en un tren. Un mercancías —esta vez perdónenme ustedes por la metáfora facilona— que, o estaba en vía muerta o iba en sentido contrario al de la responsabilidad que se le supone al presidente de los vascos y vascas del trocito autonómico. Es probable que le quede menos de lo que piensa para descarrilar.