Feliz regreso a la radicalidad

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Que seamos una sociedad contradictoria, compuesta por personas regularmente incoherentes, no quiere decir que esta sea una realidad aceptable, ni siquiera inevitable. Más bien es una excusa para justificar nuestra inconsistencia y su larga lista de paradojas. ¿Qué piensan y, sobre todo, qué sienten los ciudadanos sobre la radicalidad como actitud política en el seno de la sociedad democrática? ¿Nos hemos consolidado como comunidad conformista en el fondo y blanda en la forma? ¿Hemos adquirido el miedo a cambiar por no arriesgar lo poco que tenemos? Lo que creo es que hay un gran equívoco no ya semántico, sino conceptual sobre el término de radicalidad y el enfoque de la rebeldía y su ejercicio positivo. No, no me refiero al significado de radical, ir a la raíz de los problemas, eso ya lo sabemos; y que ser radical no es sinónimo de extremista, fanático o intransigente. Esta confusión sería un problema de penuria de lenguaje en los medios de comunicación o una manipulación interesada. Lo preocupante es que se acepte que la democracia implica el repliegue de la radicalidad y la renuncia de los grandes objetivos de libertad e igualdad y la utopía de la humanidad satisfecha.

Es fácil reconocer que la idea de rebelarse (“oponer resistencia a algo o alguien, o no someterse a ciertas costumbres o imposiciones de la sociedad o el ambiente en que uno vive”) ha quedado atrapada en el relato romántico, estéticamente obsoleto, o destinada a la retórica de la publicidad para el estímulo de cambio de marcas y hábitos entre los consumidores. Y que radicalidad suena a exceso operativo y peligro de conflicto. Es que ahí está la cuestión: que se huya de los conflictos, como si estos aludieran a hechos indeseables. Y no. Los conflictos son lo mejor que tenemos, si la comunidad se concibe como una realidad perfectible, en la medida que existen injusticias, abusos y desequilibrios graves que enmendar. Ser rebelde no es quitarse la corbata, un nuevo protocolo. El problema no son los problemas, sino su rechazo o ceguera ante ellos. En este marco de valentía moral y entusiasmo por la libertad y otras liberaciones no alcanzadas es en el que hay que situar el sentido de la radicalidad como metodología y la rebeldía democrática como misión.

Nuestro Parlamento expresó hace poco una de las contradicciones que habita entre los vascos, fruto de la subcultura ideológica -la de los gestos- infundida desde las élites dirigentes. Convulsionados por los atentados de París, los partidos se obcecaron en una declaración conjunta de condena y solidaridad a partir de la exaltación de la unanimidad como ideal o tótem idolátrico. La unanimidad está sobrevalorada. Porque no es más importante que el caudal de las diferencias que mantenemos en la evaluación de los problemas. Somos una sociedad plural y no nos hace más democráticos, ni siquiera más dignos como colectividad humana poner de relieve que convivimos entre profundas divergencias. Es maravilloso discrepar. ¿Por qué hay que coincidir en un texto simbólico si no concordamos en el análisis de su contexto? Vale más una armonía crítica y precaria que una convivencia de acuerdos solemnes e infértiles. La radicalidad es el abrazo a la verdad y el repudio de la libertad a medias, además de la convicción de que los sueños son alcanzables si no renunciamos a sus altas metas. Y es también la aceptación de la complejidad de las cosas y la inherente dificultad de la lucha por lo imposible. Es una ética de autenticidad.
Hacia la sociedad-membrillo

Con la crueldad de nuestro mundo y las carencias de Euskadi, no es posible aspirar a su remedio sin ser radical. La actitud radical parte de esta insatisfacción y de que hay poderes, ocultos y tácitos, a los que oponerse con severidad para lograr su sometimiento a los poderes democráticos. La radicalidad es consecuencia de poseer criterio propio y bien informado sobre la realidad y sus causas. Lo radical rechaza el pensamiento eslogan y la credulidad de la que se nutre la ignorancia popular, tutelada desde las más altas instancias. No podemos vivir felices y engañados por lo poco que tenemos y lo mucho que nos negamos. Y eso nos lleva a la rebelión, a la agitación del cambio y a una actitud de crudeza que puede ser mal entendida. Ese es su riesgo y su valía.

Temo que vamos hacia una sociedad-membrillo, con líderes light, impulsada por programas sin ambición transformadora, con una cultura de empacho rápido, de ciudadanos ensimismados en su pequeña isla individual y hacia el ideal de una comunidad ingenua que se planta en sus límites y que, como mucho, apuesta por un reformismo parsimonioso dentro del sistema y sus penurias estructurales y viciadas en origen. Nuestra democracia no puede ser la gestión de lo tristemente viable y la negación de las inéditas posibilidades comunes. ¿Dónde está la radicalidad del Gobierno vasco, dónde el entusiasmo que cautive colectivamente y responda a objetivos arduos pero revitalizadores? Gestionar una crisis parece muy escaso proyecto. Al realismo del gobierno nacionalista, cuyo mérito reconozco, le falta la osadía de metas radicales que remuevan los cimientos de un Estado fallido, equilibren las desigualdades económicas y sitúe a los ciudadanos frente a sus contradicciones y mezquindades, que también esto forma parte de las obligaciones del liderazgo. Los radicales nos cuestionamos todos los días.

Cataluña nos ha dado una soberana lección en este sentido. Sí, se ha complicado la vida con una insuficiente mayoría independentista, pero le ha dado un meneo volcánico a España y su pacata Constitución. Se ha atrevido a plantar cara a las restricciones legales, pasando de las emociones a la acción y desestabilizando el presente para crearse otro futuro. Ha cruzado el Rubicón y no hay vuelta atrás que pueda ser peor que el infortunio pasado. Se supone que Euskadi no necesitaba ejemplos como este para traspasar similares fronteras. ¿Cuándo es el momento, si siempre aparece una oportuna disculpa para prorrogarnos?

Cuidado con la moderación

De lo peor que se puede calificar a una persona es de templado o moderado. Es un insulto a sus capacidades intelectuales. En el instante que nos sintiéramos asimilados por la falsa tranquilidad del sistema deberíamos acudir a las barricadas de nuestra grandeza como seres humanos y volver a rebelarnos por las mismas causas que en otras épocas de lucha. ¿Por qué Podemos va a quedar aminorado (así lo apuntan las encuestas) en su proyecto transformador del paradigma político? Porque ha perdido la radicalidad y se ha moderado. Se ha dejado la ilusión de mucha gente en su viaje al centro amembrillado.

Creo que no se ha entendido bien la radicalidad de ELA. Aunque su acción sindical y política sea en exceso egoísta (el beneficio de sus afiliados y no tanto el del conjunto de los trabajadores), sus métodos a veces crispados y sus desplantes en el diálogo con empresarios e instituciones tienen sentido si se pondera justamente la desigualdad en el pago de la factura de la crisis entre las partes. Un sindicalismo mendicante no se corresponde con una democracia respetable, por lo que es necesario una dialéctica distinta, en la que las personas sean el centro del negocio, no una herramienta. ELA se equivoca en su virulencia, pero acierta en el rechazo del actual modelo de relación (básicamente paternalista) entre empleados y empleadores. En la cuenta de resultados de las empresas nunca está el cálculo de la felicidad profesional de su gente.

Lo más inteligente es el regreso a la radicalidad, la de las ambiciones de una nación consciente de sus potencialidades, esas que hemos ido dejando en el camino a medida que desistíamos de nuestros sueños y admitíamos más límites de los existentes. Ser radical es más urgente que nunca. El temor a perder lo poco conquistado nos ha hecho cómplices de este mundo desencantado, ruin y violento; pero todas las estrategias de éxito se resumen en una sola: no rendirse.

 

 

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