Me pido el Ministerio de la Realidad

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En el próximo gobierno de España, sea cual sea, me pido el Ministerio de la Realidad. En la tele, TVE lleva dos temporadas filmando el Ministerio del Tiempo, una serie de ficción histórica (algo así como las novelas históricas pero en imágenes) que especula con lo que pudo pasar, podría haber sucedido y dicen que ocurrió. Un juego consolador de los desastres del pasado. Buena idea, aunque pobremente desarrollada. Mi Ministerio de la Realidad tendría la competencia de proteger y promocionar el conocimiento de todo cuanto constituye la realidad, a saber, su composición tangible e intangible, la certeza de los sucesos, su información completa, su análisis plural y el enriquecimiento integral de las personas y la sociedad gracias a una apertura plena y sin miedo a la realidad. Porque este es el problema: los poderes ocultan y tergiversan lo real y los ciudadanos le tenemos miedo, nos educan para eso.

Conviene distinguir la realidad de la verdad. La realidad es todo lo que existe y sucede, conocido o desconocido, percibido u oculto, mientras que la verdad es su diversa interpretación. La realidad y la verdad son diferentes y lo ideal es que trabajen juntas. La confusión de ambos conceptos lleva a graves equívocos. Y precisamente el equívoco sobre lo real, intencionado o ingenuo, es la principal causa de conflictos, desencuentros colectivos y, finalmente, de infelicidad humana con todas sus insolidaridades. No tenemos un método igual de visión y análisis, no vemos lo mismo mirando las mismas cosas: hablamos diferentes idiomas mentales y emocionales que derivan en valoraciones y conclusiones distintas a lo que es obvio y común. Por eso, hace falta un Ministerio de la Realidad, una previsora herramienta pública para que el conocimiento de la realidad sea completo y nos permita ser felices. Y ser felices es ser enteramente reales, que es algo más grande que la pequeñez con la que nos vemos y los miedos que disminuyen lo mucho que somos.

¿Quién teme la realidad? En mayor o menor medida, todos tenemos miedo a la realidad y por eso tratamos de ignorarla, ocultarla o disfrazarla. Los poderes políticos y económicos, los primeros; pero también las personas. No nos gusta la realidad. Vivimos enfadados con ella. Ni siquiera sabemos lo que es real y lo que no. ¿Por qué hay tanta gente cabreada con su cuerpo, su vida, su suerte y su cotidianidad? ¿Esos elementos componen toda su realidad? La primera perversión de la realidad es la falta de autenticidad, uno de los mayores problemas de nuestro tiempo. La realidad se transforma en algo falso para sustituirla cuando elementos externos (el embellecimiento, el diseño, la retórica, el arte, la narración poética y literaria, lo creativo), que estaban pensados para mejorarla o completarla, se plantean suplantarla. Deberíamos aprender de la naturaleza. Aún no dominamos los resortes de la cultura mediática para que actúe a favor de lo real. Es el mayor reto al que nos enfrentamos, y por si no fueran pocas las dificultades para ver y entender la realidad, ahora tenemos que confrontarnos con la apariencia más engañosa, la cultura de la imagen, la plaga del siglo XXI.

Objetivo, la autenticidad

Lo contrario de lo real es lo falso, aquello que niega o disminuye una certeza. Si lo falso se convierte en real ya es su paradoja: existe para ocupar el sitio de lo original siendo lo único real. Una patología. Lo más real del mundo es la autenticidad, el original, aquello que es en sí incontestable, absoluto y pleno. Una creación humana que se inscribe en la grandeza y misterio de la vida. Lo sublime. Todo consiste en que lo que se vive, la identidad de las personas, los hechos y lo creado sean auténticos. Es cuando coinciden lo real y lo verdadero. El Ministerio de la Realidad debería proteger la autenticidad como primer objetivo, eso creo.

Ahí tenemos la política y las relaciones humanas y sociales, cuajadas de ataques a lo auténtico. La gente percibe, aunque precariamente, lo irreal de los discursos partidistas y, en consecuencia, termina por desconfiar y no creer lo que dicen. Eso es tener sentido de la realidad, la capacidad de apreciar lo auténtico y distinguirlo de lo falso e irreal. ¿Cómo se consigue ese sentido de la realidad? Mediante el procesamiento de la información y su posterior sintetización, que lleva a la elaboración de criterios precisos y determinantes sobre las cosas. Tener opinión no es tener criterio. Eso es lo más aproximado a la sabiduría, que no es la erudición, sino la virtud de dotarnos de razonamientos abiertos y profundos sobre todo lo que existe, unida a una facultad máxima de visión analítica. Porque la realidad no solo es lo visible y tangible. La realidad es infinita.

Y si la política está llena de falsificaciones, qué podemos decir de las relaciones personales. Los afectos y la amistad compiten con la falta de autenticidad y lo irreal. Ser auténtico es de lo poco que puede producir felicidad. Los hombres y las mujeres pueden engañarse; pero nada será peor que no ser ellos mismos por mucho que se digan la verdad. Las parejas que no son auténticas producen mundos virtuales, aunque no se crucen mentiras. Quiero decir que la mentira es reparable; pero no ser auténticos es una trágica imposibilidad de ser felices. El mundo enloquece si no es auténtico. La mentira es un mal ético, pero es previsible: lo falso es la absoluta negación existencial.

No me preocupa que los políticos digan mentiras, porque manifiestan errores y torpezas ciertas. Lo preocupante es la construcción sobre lo inauténtico, su base virtual y su naturaleza teatral. Deberían mandar los que intentan mejorar lo común desde el más profundo sentido de la realidad, de toda la maravillosa y compleja realidad humana. No puede haber actores en la política, ni escenarios públicos, ni tampoco comedias. Tienen que existir políticos reales, que son los más sensibles y casualmente los más inteligentes. Me fío de los que se equivocan, pero no de los que impugnan lo que somos y cómo somos. Por cierto, para soportar el absurdo de negar la realidad se inventó la risa y el humor, un corazón divertido. A ver qué haríamos si no pudiésemos burlarnos de la ridiculez de rechazar nuestra propia esencia.

Los sueños son realidad

La realidad no solo es infinita; además, no deja de crecer. Somos capaces de crear realidad. El Ministerio de la Realidad debería fomentar las fábricas de sueños. Imaginar y soñar es de lo más grande que poseemos los seres humanos. Anticipan lo que queremos ser y hacer y prodigan nuestras posibilidades de pensamiento y acción. Es necesario que se entienda que los sueños no constituyen una distracción de la realidad, un entorno infantil o un ensimismamiento inútil. Los sueños son nuestro mejor intangible y constituyen una parte magnífica e ilimitada de nuestra realidad. Tanto mejor viviremos cuanto más soñadores seamos, individual y colectivamente.

Los pueblos, como los seres humanos y la diversidad de grupos sociales de los que se componen, tienen metas y sueños: las metas son los objetivos más o menos inmediatos en los que están embarcados y con los que se conforman para sobrevivir con dignidad, mientras que los sueños son los proyectos largos, de perspectiva inalcanzable, cuya consecución los harían plenos y felices. Cuestión de grado y de grandeza. Hay que vivir con estos dos rumbos, lo posible y lo imposible, porque ambos niveles de aspiraciones son compatibles sin más contradicciones ni límites que los de la propia voluntad. De hecho, muchos los consiguen.

Euskadi es una sociedad avanzada con importantes necesidades de mejora y determinados desequilibrios, entre los que destaca su invierno demográfico, la mayor amenaza para su continuidad. Y lo mismo que nos falta una conciencia sobre este problema -porque existimos solo mirando a lo más próximo- carecemos, lamentablemente, de suficiente conciencia de futuro. Vivimos sin apenas sueños y nos creemos más felices con lo poco que poseemos mejor que otros. Vivimos en permanente comparación hacia abajo. El ensanchamiento de nuestra realidad se llama independencia.

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