Hacía las cosas tan bien, tan bien que hacía excepciones

 

Mario Fernández

“Hacía las cosas tan bien, tan bien que hacía excepciones”. Les regalo este lema a los ejecutivos, líderes y gestores para que lo hagan suyo en sus quehaceres y tengan en cuenta que el rigor y la coherencia, siendo importantes, tienen determinadas y justificadas particularidades, que se escapan de la norma y de las que se deducen decisiones diferentes. De hecho, creo que en la práctica toda organización racional comprende y asume la excepción como regla, al igual que la aritmética. Las excepciones, cuando son auténticas, no son deseables, pero sí ineludibles. Todos practicamos la excepción y amamos su singularidad y no por eso nos sentimos cínicos o arbitrarios. Vivimos la realidad, que es compleja; incluso, a veces, dramática.

Todo iba bien en la BBK. Era de las pocas cajas de ahorros, junto con las otras dos vascas, que conservaba su identidad y gracias a su excelente gestión y solvencia de siempre no había sido engullida por el poder bancario privado dentro de aquella macro operación de inteligencia financiera y desprestigio público desatada con furia y rapidez en el Estado español, que habrá que analizar algún día como uno de los sucesos más vergonzantes y engañosos de los que hemos tenido noticia y que culminó con la destrucción controlada de las cajas. Porque no todo fue responsabilidad de los políticos: los Rato, Blesa y demás salteadores, presuntos y consuntos, solo fueron peones de una estrategia elaborada y sistemática de derrumbamiento, asimilación y muerte de las cajas, que controlaban la mitad de los recursos del sistema financiero. La sucesión del presidente Mario Fernández, que dejaba la entidad en la mejor disposición de futuro, sacó a la luz una excepción de las que hablamos que, políticamente trastocada y mediáticamente enrarecida, ha llevado el asunto antes quienes peor entienden las circunstancias, los jueces, más aún cuando se ponen solemnes con todo el peso y el luto de la toga.

Fernández dio cobertura profesional a Mikel Cabieces, que había salido de la delegación del Gobierno para reintegrarse a la vida ordinaria. Se cumplió, sin más, la excepción de dar acomodo laboral a alguien, como en cientos de casos anteriores y posteriores, venía de la excepción del riesgo terrorista y el señalamiento político, marcado por la actividad criminal de ETA, que dificultaba objetivamente una inserción normal en el mercado de trabajo. La excepción era el mismo Cabieces y su experiencia en la peor trinchera. Las situaciones no solo no eran fáciles y perfectas, ya lo creo, luego tampoco lo eran las soluciones adoptables. ¡Que levante la mano quien no se haya salido de la norma estricta para corregir problemas de especial crudeza! Da un poco vergüenza el silencio de la clase dirigente en defensa de los imputados.

La “ley no escrita”

Se me hace extraño escribir en estos términos, lo confieso. Soy contrario a los privilegios, por su injusticia y ligereza, sean políticos, económicos o de clase. Tengo particular tendencia a valorar el heroísmo de las personas que se enfrentan cada día a esfuerzos increíbles de supervivencia y entrega desinteresada y solitaria a sus familiares y amigos. Hay mucha gente sacrificada que no percibe ayuda alguna. Lo sé. Por eso, puede parecer antiestético defender la compensación privilegiada a Mikel Cabieces por parte de la caja en forma de contrato a través de un bufete de abogados. Y dejo aparte, porque no es sustancial, el importe mensual del estipendio. No tengo por qué dudar de que Cabieces hacía su trabajo de asesoramiento de forma competente, lo mismo que obtuvo ese contrato por ser quién era y en razón de haber ostentado un cargo político, sensible en materia de seguridad.

Más antiestético y rechazable es que se levanten hogueras para el ex presidente de la caja y el antiguo delegado del Gobierno central por una solución excepcional que era el exponente para casos similares y se venía practicando con necesaria discreción para otros políticos laboralmente abrasados y personalmente sacrificados. A alguien, muy imprudente, en un momento en que la banca española había entrado en su rescate público, se le ocurrió la infeliz idea de impugnar una “ley no escrita”, ese tipo de acuerdos tácitos que, sin respaldo legal pero tampoco necesariamente contraria a la legalidad, resolvían hechos complejos a los que la sociedad y sus dirigentes no supieron, quisieron o pudieron ofrecer otra medida, porque les sobrepasaba o convenía.

¿Por qué no se articuló, mediante norma concreta, las opciones compensatorias en materia de empleo para los políticos tras su salida de los puestos sensibles? ¿No eran suficientes las cesantías y otras retribuciones especiales? Más aún, según piensan muchos ciudadanos, ¿no entraban dentro del alto salario las dificultades de carácter individual y profesional derivadas del ejercicio del cargo público, voluntariamente aceptado? Este es el debate social, a veces, hipócrita y demagógico. Durante estos años se han cometido muchas injusticias y seguramente se ha producido un exceso de privilegios so capa de la lucha antiterrorista. Bien lo sabemos en Euskadi.

Aún así, el caso Fernández-Cabieces, también para Kutxabank, está teniendo un desarrollo judicial y mediático muy injusto, precisamente porque se ha descontextualizado su excepcionalidad y se está criminalizando a quien, como el ex lehendakari, ha tenido una conducta ejemplar, hasta el punto de pagar de su bolsillo las retribuciones del político socialista, sin obligación de hacerlo, con esa dignidad inherente a los líderes que están por encima de las miserias ocultas del poder y los egoísmos corporativos. Es doloroso asistir a un linchamiento tan injustificado y de consecuencias morales, y quizás penales, por hacer lo correcto, que es lo contrario de lo políticamente correcto.

Los juicios tardíos

Quizás algunos, tan exquisitos en sus modales como incompetentes, hubieran preferido no hacer nada. Es lo más fácil y lo más estúpido. Pero hay que situarse en aquellos años y sus circunstancias trágicas. Porque esa es la cuestión. Ahora, como ha llegado una nueva política, la de Podemos, que cree haber inventado la democracia y se reviste de angelical inocencia, todo lo anterior hay que revocarlo. Y lo que es peor, desacreditar a sus autores. No hay nada más caduco que los juicios tardíos, después de que los conflictos han desaparecido y llegan los puristas a proclamar su doctrina inmaculada y preconcebida, la del viejo principio de cogérsela con papel de fumar. Pero “hay que tomar partido hasta mancharse”, escribió Gabriel Celaya en inolvidables versos. 

El purismo, aplicado a cualquier actividad humana, es una desgracia intelectual. Es el sustrato del fanatismo, la de quienes creen en la pureza de su interpretación de la historia y el pensamiento. El purismo mató a mucha gente en Euskadi. Y causó un sinfín de inútiles desgarros en todas las corrientes políticas. En lo social, el purismo tiene su versión en la afirmación franquista de que la totalidad de los políticos son unos canallas y la política, una ciénaga. Ese rigor intransigente, falaz casi siempre, que no concede treguas ni admite valoraciones complejas y completas, es el que está detrás de las acusaciones contra Mario Fernández. Un juicio tardío, de talibanes, contra quien hizo excepciones por hacer las cosas bien.

 

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