España lleva muy mal el fin de ETA, como esas amarguras que dejan los fracasos vitales o como los recuerdos insuperables de los viejos errores. España gestiona pésimamente su memoria, lo que es un mal crónico, en parte por su tendencia a exagerar sus hitos y también porque no contextualiza los sucesos en un justo equilibrio entre aciertos y miserias. Son muchos siglos autoengañándose, siempre fallida. Y aún no ha aprendido a olvidar bien, todo un arte. O vence o pierde. Se aferra a una visión trágica del destino. O a la redención de su complejo de inferioridad. Supongo que en esta desnivelada ponderación de su historia interviene el sentimiento de culpa que procede del alma rudamente católica de los españoles, con su eterna mala conciencia.
Por si no fueran suficientes sus clásicas paranoias, los dirigentes políticos, los grupos de comunicación y probablemente una gran mayoría de la ciudadanía del Estado se han adherido a un lema mágico para sentir una emoción que no sienten: la derrota de ETA. Obviamente, es una idea bélica, al menos en sus términos, y en buena medida contradictoria, porque si no ha existido una guerra (aunque en otros tiempos se referían a ella como la “guerra del Norte”), si no han existido dos bandos enfrentados al modo tradicional de una conflagración abierta, y si en realidad se trataba de una sistemática estrategia terrorista contra la vida y la libertad de los ciudadanos, ¿por qué hablar entonces de derrota? ¿No es un concepto que favorece la percepción de conflicto (asimilable a guerra) según sostienen ETA y el sector social que la ha apoyado?
El gabinete de sociología y propaganda del Estado (una entidad difusa pero existente) se ha empeñado en promover este santo y seña balsámico con la esperanza de obtener dos provechos: la euforia del pueblo español por una victoria total y la humillación política de la izquierda abertzale. Dado que la propaganda es una invención originalmente militar, doy por hecho que la cantinela de la derrota del terrorismo es una cortina propagandística que encubre la tristeza del Estado por el modo en que han terminado las cosas.
No sé si la gente comprende la orientación estratégica que se pretende dar a la derrota de ETA como diagnóstico de su final; pero de lo que estoy seguro es que ya está un poco harta de la matraca y su repetición cansina. De tanto pronunciar la palabra y de tanto ir de boca en boca estamos transitando de la derrota a la dentera.
¿Qué derrota?
Hagamos una pregunta retórica: ¿Qué vencedor auténtico e indiscutido necesita una insistente reafirmación verbal de su triunfo? Todo parece indicar que el Estado pone en duda su propio resultado tras el armisticio y que siente que la suya es una victoria pírrica, con un balance desfavorable. Y a pesar de que ETA ha perdido en todos los frentes -militar, político, social y ético-, y no ahora sino hace muchos años, España y sus dirigentes se obstinan en proclamar esta patente obviedad con un discurso patológico, reflejo de su mala conciencia. Frente a esa melancolía castrense, la sociedad vasca no afronta la situación presente en términos de victoria y derrota, porque ya era consciente de su absoluta superioridad moral sobre el terrorismo y todas las violencias, razón por la cual no se ocupa de alardear su éxito, sino de resolver su convivencia y construir un futuro digno sin dejar a nadie al margen de este empeño. Su prioridad es ganar la paz y no el pasado.
Lo que hace que la percepción del final de ETA no sea satisfactoria para España es que sus líderes tienen mucho de qué avergonzarse y que su trayectoria en el conflicto está llena de episodios vergonzantes, hasta el punto de que llegaron a situarse a la altura de los terroristas, y aún peor. Los GAL, las torturas, los crímenes policiales, las leyes de excepción, los tribunales especiales, la hiperpresencia agresiva de los cuerpos de seguridad en Euskadi, las sucesivas ilegalizaciones de partidos, el cierre de periódicos y otros medios, la inquisición antinacionalista, la infame gestión penitenciaria, la generalización de la culpa a la sociedad vasca y el uso electoral del dolor de las víctimas restan, objetivamente, derecho a España al sentimiento de triunfo sobre ETA. Y aunque no participemos de la competición de quién ha ganado al terrorismo, ni nos interesen las medallas y los desfiles de la victoria, solo los inocentes -ajenos a toda violencia, odio y deseo de venganza- tenemos derecho al íntimo orgullo de haber vencido.
Tan mal lleva España su aparente éxito contra ETA que se ve forzada a sostener como único símbolo de su triunfo la humillación de los prisioneros, a quienes niega derechos legalmente reconocidos y los dispersa en cárceles lejanas como castigo añadido y extensible a sus familias. ¡Qué miserable ejemplo de superioridad! Cada día que Otegi, su cautivo estrella, sigue en la cárcel el Estado ratifica el carácter político de los presos y determina hasta qué punto el Estado pierde sus escasos méritos. No hay grandeza de ganador, sino bajeza para compensar el odio que aspira a perpetuarse.
Ganar la paz
Lo que descompone al Estado es que si a duras penas, y muy discutiblemente, ha derrotado a ETA, la izquierda abertzale -por su adhesión al juego democrático y repulsa de la violencia- está ganando la paz y que España va camino de perderla en su amplio sentido, como proyecto y como emoción. Este sentimiento de pérdida proviene del hecho de que durante años se ha tildado a Sortu y marcas antecesoras de ser el brazo político de ETA, razón por la cual ahora una amplia mayoría social, que ve a los dirigentes de EH Bildu ocupando escaños y poltronas, tiene la impresión de que España finalmente ha perdido la paz. “ETA está en las instituciones”, repiten los siervos del Estado, y este soniquete acentúa su dolor por una consecuencia inesperada. Tanto tiempo de confusión y engaños conduce a la tristeza y el desconsuelo. En la gestión de la memoria, los españoles tendrán que aprender a descubrir la verdad y, a la vez, reprochar con dureza las mentiras de quienes les gobernaron.
La victoria moral es una experiencia muy satisfactoria. Ha merecido la pena tanta paciencia y aferrarse a la fortaleza democrática contra al totalitarismo del proyecto de la vieja izquierda abertzale, incluso prescindiendo de la ironía que nos produce ver a quienes antes criticaban la actividad institucional y los sucesivos logros pragmáticos, reproducir ahora en sus actuaciones lo que otros hicieron con nobleza durante 35 años. Costará mucho tiempo y esfuerzo que reconozcan pública y sinceramente que ninguno de sus 829 víctimas y los múltiples estragos económicos, éticos, familiares y sociales causados han dado resultado y que su proyecto de entonces ha quedado impugnado a un elevadísimo precio humano. Ni territorialidad, ni amnistía, ni derecho de autodeterminación, ni independencia, ni socialismo, ni nada. Urnas, pluralismo y respeto, democracia pura y dura, igual para todos, con sus fallos y bondades. Esta es su derrota real y su fracaso absoluto.
La derrota de ETA es una certeza en Euskadi, no un lema impuesto por el Estado para ocultar los crímenes de oposición y sus vergüenzas de antes y ahora. No queremos los despojos de la guerra, ni siquiera tenemos prisa en escribir el relato de cuanto ocurrió. Nos basta con liberar al presente de la falsedad de las grandes palabras y sustituirlas por la sencillez de la verdad honrosamente expresada.