Somos un país adicto a la desunión, pequeño, disperso y agresivo. Solo por estos antecedentes el anhelo de la independencia es imposible. Llama la atención el contraste entre el espíritu cooperativista vasco, tan profundo, con la vasta experiencia de los desencuentros pretéritos y presentes de este pueblo. Somos ejemplo de solidaridad, formamos coros, entidades sociales y culturales, amamos las regatas de traineras y otras formas de unidad y trabajo en equipo; pero somos incapaces de tratados esenciales. Es como si el país tuviera dos almas irreconciliables y estas pretendieran anularse para hacer fracasar todas las conquistas que únicamente pueden materializarse mediante una colaboración consciente y responsable. La unidad nacional es tan deseable y necesaria para Euskadi como cualquiera de sus altos objetivos éticos, económicos, tecnológicos y educativos. Llega el momento en que un país con autoestima debe aspirar a la grandeza, superando el cúmulo de prejuicios, temores y agravios que la empequeñecen cada día.
Prejuicios
Nada más poderoso que los prejuicios para impedir que una mente o una sociedad avancen. La lista de recelos del PNV hacia la izquierda nacionalista y de ésta sobre la formación jeltzale es interminable, que no pasarían de anécdota si esas activas suspicacias no fuesen un parapeto omnipresente en la política cotidiana para hacer inviables pactos elementales, incluso para ahondar en sus diferencias. Ninguna de las dos fuerzas reconoce a su oponente más allá de la mera tolerancia. Quiero decir que una considera a la otra como una desviación histórica del nacionalismo original, fruto de la intoxicación del pensamiento revolucionario; mientras que ésta se autoafirma como la expresión genuina y actualizada del proyecto abertzale frente a los que han asumido, deslealmente, las reglas del juego institucional del Estado.
Es probable que sin la existencia de ETA y su larga carrera criminal, que también puso en su diana al PNV, los prejuicios entre nacionalistas no tendrían espacio o al menos no serían tan intensos. Quizás por eso los jeltzales tienden con frecuencia a calificar de no democrática a la izquierda abertzale o advenedizos del sistema de libertades. La apelación es inútil y destructiva. La negación de la identidad democrática de EH Bildu y Sortu es uno de los muros que debe caer de inmediato, por mucho que perduren en algunos sectores la tendencia a la algarada tras el fin de la violencia. No solo hay que reconocerse políticamente, sino hacerlo en un plano de igualdad.
Otro prejuicio que sobrevuela los intentos de acercamiento es la mala experiencia de acuerdos anteriores, específicamente el pacto de Lizarra. En el PNV se acepta como maldición el hecho de que los consensos generales y locales con la izquierda abertzale empiezan bien, duran poco y acaban mal, lo cual no deja de contener cierta excusa para cargarse de razones con las que huir de una futura unidad que, sobre todo, se teme por su difícil gestión y posterior digestión.
Temores
El miedo entre los miedos que condicionan las relaciones entre nacionalistas es el de la fagocitación: unos y otros temen ser asimilados. Hay una leyenda sobre el PNV según la cual todo partido que llega a pactos con los jeltzales queda desdibujado y termina por perder apoyo electoral; porque, según esta fábula, el PNV tiene una especial habilidad para atribuirse todos los méritos y ninguno de los deméritos. Es la conclusión irracional que manejan en el PSE y en EA. Respecto de la izquierda nacionalista, hay un temor real en el PNV a ser fagocitado, razón por la cual se prefiere tenerla en campo contrario que competir juntos en el mismo equipo. En el fondo, el PNV tiene la creencia legendaria de que los electores de la izquierda patriótica volverán poco a poco al redil del nacionalismo auténtico, al tiempo que Sortu está convencido de que el sentimiento abertzale tiende a la expansión a diestra y siniestra, como el universo.
A estos miedos hay que añadir la amarga experiencia del PNV en sus acuerdos con la izquierda abertzale, incumplidos o utilizados como táctica dilatoria, un desengaño producido estos últimos años en Gipuzkoa. Hay un pánico real a que las alianzas pongan en evidencia las contradicciones de cada cual, como si fuese posible alguna concordancia con otros sin inconveniencias internas. Pero el más denso de los miedos a la unión abertzale es la economía: existe la firme convicción de que la concepción antiempresarial de los dirigentes de Sortu cierra toda posibilidad de armonía entre ambos sectores, partiendo del hecho de que lo más importante es la estabilidad económica y el equilibrio social. Por su parte, la izquierda abertzale etiqueta al PNV como partido conservador, rendido a los altos poderes económicos de España. Sin algún tipo de convergencia socioeconómica entre nacionalistas es imposible el pacto nacional y su conducción a la independencia. En la hora de la economía real, la pasión emocional tiene la misma fuerza que el suspiro frente al huracán.
Y agravios
Dudo que haya relaciones más hostiles, incluso más cargadas de explícito desprecio, que las que se dan a diario -en las instituciones y en la calle- entre el PNV y la izquierda abertzale, más o menos las mismas ahora que hace treinta años. Esta negación recíproca se manifiesta de arriba abajo, de las cúpulas dirigentes a los militantes de base, también en el plano mediático, hasta llegar al máxima expresión del ultraje, que es la de sentirse incompatibles por concepto. Los agravios expresos son desiguales, porque los muros de pueblos y ciudades de Euskadi están llenos de pintadas ofensivas contra el PNV, frente a ninguna contra Sortu. La desmovilización del insulto es una condición previa para facilitar algún tipo de unidad con los jeltzales, mientras que éstos harían bien si renegaran de su complejo de superioridad. Hay agravios a gritos y menosprecios silenciosos que forman el caldo de cultivo de los desencuentros. Celebraré el día en que un abertzale no insulta a otro al grito de ¡español!
Como tenemos poca y mala experiencia en firmar acuerdos, creemos que son una debilidad frente a los otros y una traición ante los nuestros. Por individualistas y desconfiados, los vascos somos pésimos negociadores, un arte mayor que no se estudia en ninguna universidad, pero que se aprende a fuerza de ser buenos administradores de nuestra vida y mejores patriotas. Una alianza no hace desparecer las diferencias, sino que define las prioridades ineludibles. El pacto solo es una metodología, no un fin. Los partidos abertzales, miserablemente, han olvidado los dos: la herramienta y el proyecto. Y así el sueño de la independencia seguirá siendo imposible, el desencanto de cada día.