La política es un reality que se mueve entre el ser y el parecer, dentro de un juego de realidades engañosas que fluctúan de la necesidad a la conveniencia. Hoy la política tiende a hacer lo más aparente, sea o no sea lo acertado. Los profesionales de lo público son como cualquiera de nosotros: algo egoístas, un poco inestables, siempre olvidadizos, muy evasivos y lo bastante cínicos para sobrevivir a las incoherencias. En su caso, actúan condicionados por la mirada apremiante pero envanecedora de las cámaras y la asfixia de los medios. ¿En qué medida usted o yo alteraríamos nuestra conducta si supiésemos que miles de ojos escrutan cuanto hacemos y decimos? Como la sociedad de la transparencia es imparable -y no para controlar los desvíos y excesos del poder, sino para instalarnos en una desconfianza crónica- los dirigentes tienen la obligación de dotarse de una especial fortaleza intelectual que les permita actuar tan libremente como si a su alrededor el espectáculo mediático no existiera. Ya no se trata de que los políticos comuniquen (lo que tiene su propia dinámica, muy estructurada), sino de que se autentifiquen en su relación con la ciudadanía.
Quizás convendría que los líderes públicos tomasen cada mañana la píldora de la modestia y se dijeran mirándose al espejo: “La opinión de los demás sobre mí es tan irrelevante como la mía sobre ellos”. Y liberados de la falsa importancia de la imagen, vale la pena que relativicemos las cosas dando una vuelta por el show de estos días. De repente, ha llegado la moda, con aire solemne y trascendental, de bajar el sueldo a los alcaldes y otros cargos institucionales, y la aún más sagrada y heroica novedad de algunos gobernantes de boicotearse el salario como prueba de la inmaculada concepción de su destino como servidores del pueblo. El espectáculo es grotesco, no ya por lo histriónico e inútil de su sacrificio, sino por la depauperación que en términos democráticos implica esta arbitraria y teatral mengua de las retribuciones. El mensaje es: el trabajo público, como la política en general, merece el escarnio de su devaluación.
El populismo todo lo simplifica, pero mermar los sueldos públicos no resuelve nada cuantitativa y cualitativamente, ni limpia y regenera un sistema cuyos males ya estaban aquí antes de la crisis. Estamos ante la dialéctica de la ignorancia y un simbolismo de mercadillo. Un dirigente no es mejor porque gane menos, ni lo era por ganar más. Si los resultados de su trabajo no son aceptables habrá que removerle; pero no castigarle, por autoestima democrática, con peores condiciones económicas.
Esa es la anécdota, los fuegos artificiales de una manera infantil de entender el gobierno de la sociedad que ignora dos principios básicos: las retribuciones no estimulan los liderazgos (acaso algunas carreras mediocres) y son más o menos compensatorias de un esfuerzo desconocido que no tiene horarios ni fechas y que no gratifica el quebranto familiar que lleva aparejado el ejercicio de los cargos, de los que no pocos salen amargados y prematuramente consumidos. Respaldo la afirmación con la historia concreta de miles de concejales y alcaldes que lo dieron todo por muy poco, entregados a sus pueblos y vecinos. Hay padecimientos y renuncias impagables, por muy alto se cotice la nómina institucional. Porque hay una épica personal en la política, superior a las bajadas salariales y la bajeza de sus promotores y comparsas.
De la gestión a los gestos
Hay un efecto contagio en la clase política que acepta su humillante devaluación social. Los cargos públicos asumen que tienen que cambiar, pero no en sus prácticas y logros, sino en su imagen. Piensan que deben de parecer distintos, algo que simbólicamente les reconcilie con la ciudadanía y les ponga a salvo de sus reproches. Y digo distintos y no mejores, porque creo que no saben bien qué hacer y en qué renovarse. Se sienten salpicados por la mancha del descrédito y, como resultado de sus complejos de culpa, transitan ahora de la prioridad por la gestión al compulsivo interés por los gestos. ¿Qué gestos? El primero, la cercanía, uno de los mantras más pueriles que triunfan entre los políticos, que significa vivir como cualquier ciudadano y estar próximo a sus demandas; pero la vecindad es un mito, no es un referente, porque en ella habitan la insolidaridad y las más mezquinas escaramuzas de unos contra otros.
El caso es que a los políticos, en su extravío, les ha dado por usar el transporte público y dejarse ver en el metro o el tranvía para que se alabe su sencillez y austeridad. Será muy aparente, pero poco práctico en el quehacer de un alto cargo, que obliga a realizar innumerables desplazamientos y soportar una agenda irregular, incompatible con la vida corriente. La caza de los asesores es otro de los escaparates del cambio artificial en las instituciones. Si del abuso de los puestos de confianza ha de deducirse la extirpación de instrumentos indispensables en la gestión, podríamos dejar la suerte de una nación, toda ella y sus habitantes, en manos de quienes tienen por supremo argumento la estética juvenil de sentarse en el suelo y enredarse en inútiles chácharas que nada solucionan. Sálvenos el cielo de los puristas, que bastante tenemos con nuestras tibiezas.
Y si además de estas simplicidades, los políticos le dan un toque casual fashion a su atuendo, mejor para consolidarse como dirigentes liberados de su pertenencia a la casta parasitaria. Ir desaliñados, sin corbata, con ropa del hijo, jeans y camisa blanca, barba corta de universitario sin desflorar y sonrisa alucinada, ayuda al mismo propósito. Todo por la nueva democracia, todo por la patria. El despiste procede de la confusión entre sustancia y apariencia y del empacho de recetas precocinadas en televisión, lo típico en una democracia-reality como la española.
Mitos de la comunicación
Curiosamente, las personas más veraces son las que guardan mayor misterio. Más comunicación no es garantía de aprecio; pero la elite dirigente piensa lo contrario y de esta suposición proviene su frenesí por acudir a los platós de televisión y prodigarse en cuantas tertulias sea posible. El auge de Podemos, y también de Ciudadanos, que se atribuyen a sus respectivas estrategias mediáticas, obviando sus causas determinantes, ha generado la ansiedad de los políticos por subirse al carro audiovisual como remedio a sus angustias electorales. Estamos ante un fenómeno pasajero, propio de todo cambio de ciclo, en el que varios millones de votantes, muy desorientados, buscan respuestas convincentes para canalizar su disposición a una regeneración radical pero no revolucionaria del sistema. Por así decirlo, esto es un ensayo de la utopía. Lo que se dirime en la tele es una guerra de percepciones por encima de la realidad informativa.
Nuestros políticos de reality no tienen un problema de comunicación, sino de mensaje, que no es lo mismo. Las últimas renovaciones en la cúpula del PP muestran este error de diagnóstico, al creer que su optimista valoración sobre la salida de la crisis es coincidente con la percepción de la gente y sus recuerdos de las injusticias cometidas durante estos años y que ya ha remitido su indignación por la desigualdad generada. El nombramiento de Pablo Casado, un cachorro del partido conservador, con su imagen moderna y labia desenfrenada, es toda una demostración de ceguera en el análisis. Entre la corbata y los vaqueros no hay diferencia de discurso. El rediseño de la marca gráfica de los populares ¬-por cierto, muy bien resuelto- como factor dinamizador de la imagen del PP se inscribe en esa moda del bien parecer como remedio del mal ser.
Quien comprenda la demanda de autenticidad política en medio de tanta falsificación y exhibición teatral en los medios habrá conectado con la mayoría social y su sentido de una democracia regenerada, imperfecta pero verdadera en sus límites. ¿Y qué es lo auténtico? La identidad irrevocable en la que se vive entusiasmado y protegido.