Teleberris, eguraldia: y duran, y duran…

140623_210016+ETB2+teleberri+(36)
¿Cuál es la duración ideal de un programa? El promedio del nivel de saturación de los diferentes tipos de espectador, según la naturaleza del espacio y sin olvidar otros dos criterios: es mejor quedarse cortos que ser cansinos y hay que poner los gustos de la gente por delante del interés de la cadena. En la tele, como en todo, existe una medida de las cosas. Lo que no tienen las dos emisiones de ETB con más seguidores, los teleberris y Eguraldia, partes de un mismo bloque que normalmente alcanza los noventa minutos, una eternidad para los televidentes y causa de que la cadena vasca llegue tarde al choque con las demás cadenas en los momentos de máxima competencia. Cuando las películas y series han comenzado, nuestra tele pública sigue aún con los anuncios, los goles y las borrascas. El tren de ETB tiene una demora de un cuarto de hora y eso que suele adelantarse dos minutos en sus viajes por las noticias. Sale el primero, pero llega el último por exceso de itinerario informativo. ¿Y eso es malo? Sí, porque una vez enganchado a una historia es difícil que el televidente, ansioso y previsible, cambie de pantalla.

Supongo que esta estrategia de retraso tendrá alguna explicación técnica, pero contraria a los mecanismos de respuesta individual. Es verdad que la meteorología importa mucho, por lo cercano, más que el drama de los inmigrantes o los millonarios fichajes del fútbol, de lo que los programadores de ETB podrían haber deducido que los ciudadanos, con tal de ver soles o nubecillas sobre el mapa, esperan a Ana Urrutia con santa paciencia cuanto sea necesario. La audiencia ya no funciona por afinidad, de lo que es exponente el irresistible liderazgo de Telecinco en Euskadi. No confundamos tiempo con paciencia: lo primero es magnitud; lo segundo, virtud.

Los teleberris y Eguraldia han emulado el eslogan de las pilas Duracell: “y duran, y duran…”. El txantxangorri y el conejito son igual de incansables. Pues deberían durar menos y asumir que una emisora pública tiene otras noticias que dar y otro tiempo que ofrecer.

La política es un reality

CARMENA-3.JPG

La política es un reality que se mueve entre el ser y el parecer, dentro de un juego de realidades engañosas que fluctúan de la necesidad a la conveniencia. Hoy la política tiende a hacer lo más aparente, sea o no sea lo acertado. Los profesionales de lo público son como cualquiera de nosotros: algo egoístas, un poco inestables, siempre olvidadizos, muy evasivos y lo bastante cínicos para sobrevivir a las incoherencias. En su caso, actúan condicionados por la mirada apremiante pero envanecedora de las cámaras y la asfixia de los medios. ¿En qué medida usted o yo alteraríamos nuestra conducta si supiésemos que miles de ojos escrutan cuanto hacemos y decimos? Como la sociedad de la transparencia es imparable -y no para controlar los desvíos y excesos del poder, sino para instalarnos en una desconfianza crónica- los dirigentes tienen la obligación de dotarse de una especial fortaleza intelectual que les permita actuar tan libremente como si a su alrededor el espectáculo mediático no existiera. Ya no se trata de que los políticos comuniquen (lo que tiene su propia dinámica, muy estructurada), sino de que se autentifiquen en su relación con la ciudadanía.

Quizás convendría que los líderes públicos tomasen cada mañana la píldora de la modestia y se dijeran mirándose al espejo: “La opinión de los demás sobre mí es tan irrelevante como la mía sobre ellos”. Y liberados de la falsa importancia de la imagen, vale la pena que relativicemos las cosas dando una vuelta por el show de estos días. De repente, ha llegado la moda, con aire solemne y trascendental, de bajar el sueldo a los alcaldes y otros cargos institucionales, y la aún más sagrada y heroica novedad de algunos gobernantes de boicotearse el salario como prueba de la inmaculada concepción de su destino como servidores del pueblo. El espectáculo es grotesco, no ya por lo histriónico e inútil de su sacrificio, sino por la depauperación que en términos democráticos implica esta arbitraria y teatral mengua de las retribuciones. El mensaje es: el trabajo público, como la política en general, merece el escarnio de su devaluación.

El populismo todo lo simplifica, pero mermar los sueldos públicos no resuelve nada cuantitativa y cualitativamente, ni limpia y regenera un sistema cuyos males ya estaban aquí antes de la crisis. Estamos ante la dialéctica de la ignorancia y un simbolismo de mercadillo. Un dirigente no es mejor porque gane menos, ni lo era por ganar más. Si los resultados de su trabajo no son aceptables habrá que removerle; pero no castigarle, por autoestima democrática, con peores condiciones económicas.

Esa es la anécdota, los fuegos artificiales de una manera infantil de entender el gobierno de la sociedad que ignora dos principios básicos: las retribuciones no estimulan los liderazgos (acaso algunas carreras mediocres) y son más o menos compensatorias de un esfuerzo desconocido que no tiene horarios ni fechas y que no gratifica el quebranto familiar que lleva aparejado el ejercicio de los cargos, de los que no pocos salen amargados y prematuramente consumidos. Respaldo la afirmación con la historia concreta de miles de concejales y alcaldes que lo dieron todo por muy poco, entregados a sus pueblos y vecinos. Hay padecimientos y renuncias impagables, por muy alto se cotice la nómina institucional. Porque hay una épica personal en la política, superior a las bajadas salariales y la bajeza de sus promotores y comparsas.

De la gestión a los gestos

Hay un efecto contagio en la clase política que acepta su humillante devaluación social. Los cargos públicos asumen que tienen que cambiar, pero no en sus prácticas y logros, sino en su imagen. Piensan que deben de parecer distintos, algo que simbólicamente les reconcilie con la ciudadanía y les ponga a salvo de sus reproches. Y digo distintos y no mejores, porque creo que no saben bien qué hacer y en qué renovarse. Se sienten salpicados por la mancha del descrédito y, como resultado de sus complejos de culpa, transitan ahora de la prioridad por la gestión al compulsivo interés por los gestos. ¿Qué gestos? El primero, la cercanía, uno de los mantras más pueriles que triunfan entre los políticos, que significa vivir como cualquier ciudadano y estar próximo a sus demandas; pero la vecindad es un mito, no es un referente, porque en ella habitan la insolidaridad y las más mezquinas escaramuzas de unos contra otros.

El caso es que a los políticos, en su extravío, les ha dado por usar el transporte público y dejarse ver en el metro o el tranvía para que se alabe su sencillez y austeridad. Será muy aparente, pero poco práctico en el quehacer de un alto cargo, que obliga a realizar innumerables desplazamientos y soportar una agenda irregular, incompatible con la vida corriente. La caza de los asesores es otro de los escaparates del cambio artificial en las instituciones. Si del abuso de los puestos de confianza ha de deducirse la extirpación de instrumentos indispensables en la gestión, podríamos dejar la suerte de una nación, toda ella y sus habitantes, en manos de quienes tienen por supremo argumento la estética juvenil de sentarse en el suelo y enredarse en inútiles chácharas que nada solucionan. Sálvenos el cielo de los puristas, que bastante tenemos con nuestras tibiezas.

Y si además de estas simplicidades, los políticos le dan un toque casual fashion a su atuendo, mejor para consolidarse como dirigentes liberados de su pertenencia a la casta parasitaria. Ir desaliñados, sin corbata, con ropa del hijo, jeans y camisa blanca, barba corta de universitario sin desflorar y sonrisa alucinada, ayuda al mismo propósito. Todo por la nueva democracia, todo por la patria. El despiste procede de la confusión entre sustancia y apariencia y del empacho de recetas precocinadas en televisión, lo típico en una democracia-reality como la española.

Mitos de la comunicación

Curiosamente, las personas más veraces son las que guardan mayor misterio. Más comunicación no es garantía de aprecio; pero la elite dirigente piensa lo contrario y de esta suposición proviene su frenesí por acudir a los platós de televisión y prodigarse en cuantas tertulias sea posible. El auge de Podemos, y también de Ciudadanos, que se atribuyen a sus respectivas estrategias mediáticas, obviando sus causas determinantes, ha generado la ansiedad de los políticos por subirse al carro audiovisual como remedio a sus angustias electorales. Estamos ante un fenómeno pasajero, propio de todo cambio de ciclo, en el que varios millones de votantes, muy desorientados, buscan respuestas convincentes para canalizar su disposición a una regeneración radical pero no revolucionaria del sistema. Por así decirlo, esto es un ensayo de la utopía. Lo que se dirime en la tele es una guerra de percepciones por encima de la realidad informativa.

Nuestros políticos de reality no tienen un problema de comunicación, sino de mensaje, que no es lo mismo. Las últimas renovaciones en la cúpula del PP muestran este error de diagnóstico, al creer que su optimista valoración sobre la salida de la crisis es coincidente con la percepción de la gente y sus recuerdos de las injusticias cometidas durante estos años y que ya ha remitido su indignación por la desigualdad generada. El nombramiento de Pablo Casado, un cachorro del partido conservador, con su imagen moderna y labia desenfrenada, es toda una demostración de ceguera en el análisis. Entre la corbata y los vaqueros no hay diferencia de discurso. El rediseño de la marca gráfica de los populares ¬-por cierto, muy bien resuelto- como factor dinamizador de la imagen del PP se inscribe en esa moda del bien parecer como remedio del mal ser.

Quien comprenda la demanda de autenticidad política en medio de tanta falsificación y exhibición teatral en los medios habrá conectado con la mayoría social y su sentido de una democracia regenerada, imperfecta pero verdadera en sus límites. ¿Y qué es lo auténtico? La identidad irrevocable en la que se vive entusiasmado y protegido.

El programa de la risa y el olvido.

Eva y Alexandra
Frente a las tres fórmulas magistrales de causar sufrimiento (acción, palabra y silencio) se alzan, por compensación, los tres modelos básicos para producir risa: ridículo, incongruencia y palabra. En este último método se inscribe el género del monólogo, al que pertenece El Club de la Comedia, actualmente en laSexta y cuya nueva temporada arrancó el domingo con la única novedad de la presentadora. Eva Hache, despedida por Atresmedia por hacer un espacio similar en un canal competidor a pesar de que su contrato no se lo prohibía, ha sido reemplazada por la actriz Alexandra Jiménez, un mal apaño, aunque su resultado inicial sea bueno, igual audiencia que la cómica, con 1.227.000 espectadores. El Club tuvo la inteligencia -o el gesto malvado- de reciclar antes y después del estreno viejos capítulos con Hache. ¿Quizás para no perder a los incondicionales de la fea más guapa de la tele?

Las comparaciones son pertinentes, porque cooperan con nuestra libertad de elección. De Eva a Alexandra hay una diferencia de especialidad. Hache nació cómica, mientras que Jiménez es una actriz polivalente y su gracia, no mucha, se hizo para historias de enredo y chocarrerías, como Los Serrano, no para soportar el exigente primer plano del monólogo, que te atraviesa y desnuda. La capacidad comunicativa y el ingenio son los exponentes de nuestra talla intelectual. Si yo fuera coach plantearía a mis alumnos el reto de escribir e interpretar un soliloquio jocoso de diez minutos y por lo expuesto recomendaría como gestor idóneo a la persona con mayor facultad de hacer reír y poder creativo. Por arte de esta prueba sabremos el auténtico talento de cada cual, su seguridad y fuerza de superación de la vergüenza y otros complejos comunes. Hay que reconocer y descartar a quienes comienzan en la timidez y acaban en la cobardía.

Eva te alegra el alma. Nadie la va a olvidar, porque humor se escribe con Hache. Ante lo evidente, me pregunto: ¿Cuánto tiempo tardará El Club de la Comedia en rescatarla, hasta cuándo prolongará su castigo y escarmiento?

 

William & Virginia, cuando el sexo es amor

 

 

Tan difícil para los bilbaínos es llamar Azkuna Zentroa a lo que siempre fue la Alhóndiga, como para los espectadores referirse a Canal Plus con su renovada denominación de marca, Movistar Plus. A esta venerable y derrotada plataforma de pago fue a estrenarse el pasado lunes la tercera temporada de Masters of Sex, una de las series más delicadamente turbadoras de los últimos años y para la que todos los elogios son pocos en lo artístico, ambientación y cobertura musical, además de que Lizzy Caplan y Michael Sheen tocan el cielo como intérpretes. La nueva entrega mantiene la línea narrativa de centrarse no tanto en Masters y Johnson, la pareja que hace cincuenta años revolucionó el conocimiento del sexo, como en William y Virginia, unidos por el amor a fuerza de encontrarlo latente y escondido en los misterios de la sexualidad humana.

William y Virginia son dos seres diferentes, opuestos; pero el portento intelectual de él y la profundidad sensual de ella se complementan y abren sus corazones en una creciente necesidad mutua. Masters es emocionalmente discapacitado y Johnson, franca y arrolladora. Es absurdo que siendo sabio en sexo Masters se manifestase necio en sentimientos, tan incongruente como un escritor, dueño de las palabras, avaro y remiso en ternura conyugal. Si no hubiésemos creado las palabras no existiría el amor. ¿O es al revés? En efecto, esto va de emociones y no de sexo, por mucho que el serial nos agite con hermosos desnudos y coitos por doquier, no más abundantes que las lágrimas, miedos, silencios y otras fragilidades terrenales.

Al fondo de la historia quedan las hipocresías de la sociedad de los 60 en Estados Unidos, con la guerra de Vietnam, los conflictos raciales y la sex revolution entre sus exponentes. «Nosotros somos la revolución sexual», dicen en una provocativa presentación de su trabajo. Revolucionarios, sin duda, pero estremecidos, como dos arcaicos ejemplares de la especie, ante la noticia del embarazo de Virginia. Deberían enseñar esta epopeya en los colegios y menos biología.

Todo pasa en dos o tres minutos

San Fermín

 

¿A qué género televisivo pertenece la retransmisión de los encierros de San Fermín? Podría entrar en deportes, porque de una competición de velocidad se trata, con la diferencia de que son personas y toros -juntos y revueltos- los que corren: unos, asustados, para alcanzar sin daño la meta de la plaza; otros, por igual despavoridos, para llegar rápido al chiquero. Se aproxima mucho al reality, al mostrar la diversidad de conductas humanas en situación límite. También es espectáculo de acción, documental de cultura tribal y espacio de sucesos; pero me inclino por catalogarlo como programa de animales, que vuelven a estar de moda en nuestras pantallas. Tanto «Vaya fauna», en Telecinco, como los encierros de Pamplona, en TVE, cargan sobre sí la indecencia de la explotación animal al servicio del caprichoso recreo de la plebe. Costumbres y tradiciones: esas invisibles tiranías del pasado sobre el futuro.

Los dos o tres minutos que transcurren entre el lanzamiento del cohete, a las ocho en punto, y la entrada del último astado en los corrales constituyen el potente desayuno de unos 800.000 seguidores, más o menos la mitad de la gente que a tan temprana hora tienen puestos sus ojos en la tele, sin contar con los millones de curiosos que en todo el planeta se atiborran de estas imágenes en los informativos. ¿Y qué busca el espectador? Los de buena conciencia, dicen, vibrar de admiración por los valientes corredores que se juegan el pellejo en el tumulto. Y los de mala conciencia, si son capaces de reconocerlo, apuntan a la irresistible emoción de las cogidas, el peligro, los actos temerarios y el rigor de una violencia primaria, la misma que amaba Hemingway. Las cámaras no se asomarían a los sanfermines sin la excitación morbosa por la sangre de los corneados y la noticia, alguna vez, de la muerte sobre la calle adoquinada.

Es un espectáculo único, sin duda, pero despiadado. Si malo es que te agrade tanta crueldad comprimida en dos o tres minutos, peor es que te deje impasible. La reina del mundo infeliz es la indiferencia.