A Pello, con gratitud

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Las pantallas de ETB han fundido a negro para llorar la muerte de Pello Sarasola, alma de la radiotelevisión vasca, a la que dedicó su vida con entusiasmo. ¿Cuántos años, cuántos desvelos y cuánto de ese sacrificio que no entra nómina entregó Pello al proyecto de EITB? ¿Cuánto de su talento, ideas e intuición contiene el éxito social de nuestros medios públicos? La pasión del joven hernaniarra por la tele se forjó en una sutil combinación entre amor por el cine y perspicacia observadora, un puzle de arte y ciencia en el que se sintió identificado para desplegarlo en la complicada disciplina de saber qué les gusta y disgusta a las personas, tan diversas y contradictorias, y qué persiguen y anhelan, es decir, el marketing de la vida. Los sociólogos -como Manu Castilla, su colega en el desafío de ETB- son impacientes buscadores de las verdades escondidas.

Pello nació lleno de curiosidad y quiso conocer los resortes emocionales de la gente, sus certezas y porqués. Y de tanto escudriñar motivaciones y tanto hacer preguntas pertinentes le vino la vocación de dar él mismo las respuestas y pasó a deducir programas e influir en el modelo de información, cultura y entretenimiento de ETB y en cómo la pluralísima sociedad vasca podría ensancharse compartiendo aventuras, humor, diálogo y osadías. Ese fue su sueño, desacralizar el simbolismo de la televisión pública y que en ella nos viésemos iguales con nuestras fascinaciones y ridiculeces. Sarasola creía en esa Euskadi creativa y transgresora, pero radicalmente euskaldun. Era tan adorable que se fue unos años a Antena 3 a tocarnos las pelotas.

“Trabajador de ETB”, decía su esquela. Pues sí. No director, ni jefe de programas, ni responsable de contenidos. Currante puro y duro. Compañero, amigo, decente, libre. Eskerrik asko, Pello, por lo mucho que nos diste. Vives para siempre en esa gratitud y en tu obra, en Susana y tus hijos. Tú que buscaste sin desmayo una explicación para todo, ya sabías que la única ignorancia soportable es la aceptación del misterio de la vida.

El bombo suena más fuerte que el violín

3196737(artículo publicado en DEIA el 2 de julio de 2003. Plenamente vigente)

Si yo fuera vecino de Pamplona en estos días o viviera durante la primera, segunda y tercera semana de agosto en Vitoria-Gasteiz, Donostia y Bilbao, respectivamente, me apresuraría a hacer las maletas y buscar refugio en algún lugar de Euskadi –si tal paraíso existiese o pudiera ser imaginado- a salvo del infortunio de las fiestas patronales, entendidas éstas en la forma y extensión en que hoy se representan. No soy el único sufriente ciudadano que no cree en este modelo degradado de festejos populares, ni estoy por negar la necesidad del jolgorio social y hasta el desmadre; pero la libertad que tienen unos para organizar, incluso imponer por gusto de la mayoría, un tipo de celebración colectiva no vale más que la libertad de otros de sentirse al margen del ruido, la suciedad, la agresividad y los estúpidos excesos de este género de diversión pública, tan poco imaginativa como cutre, que se prodiga en nuestro país cada verano.

Reconozco que los programas de diversión estival de nuestros pueblos y ciudades son muy variados y tienen contenidos mucho más sugestivos y tranquilos que los inevitables escenarios de las txoznas y los espectáculos donde la tortura del decibelio y el abuso del alcohol imponen su ley de degradación y mal gusto y terminan por eliminar todo respeto a las personas y a los bienes públicos durante días enteros y noches eternas. A pesar de esta diversidad, la identidad festiva y el eje del divertimento son el consumo desmesurado de alcohol en torno de las txoznas y el poderoso ruido de la música que éstas producen contra toda norma y control municipal, un estruendo incompatible con el descanso vecinal. Algo funciona mal en nuestra sociedad si el jolgorio de unos se produce a costa de la intranquilidad de otros. Algunos concejales me reconocen en privado que una parte de la organización festiva, incluso el modelo mismo de la celebración popular, hace tiempo que se les fue de las manos a nuestros ayuntamientos y con este sentimiento de fatalidad tratan de compensar, con mucha voluntad y paciencia, la dureza de los escenarios de alcohol, ruido y toros con entornos más amables, tiernos y creativos. Pero el bombo suena más fuerte que el violín.

Modelo festivo agotado, se resiste a morir

Creo que la rudeza de nuestros festejos populares y el dominio que determinados grupos ejercen sobre los espacios y contenidos festivos es otra de las derivadas reactivas de la dictadura franquista. A la salida del franquismo las fiestas, como otras referencias sociales, se consideraron parte de las libertades que había que reivindicar y a las que se debían dotar de características populares como contrapunto del patrón aristocrático y restringido de celebración hasta entonces conocido. Bilbao es el caso paradigmático de esta forma artificial de construir unas fiestas, hasta el punto de que le fue encomendada, por concurso, hace justamente 25 años, la organización de la Aste Nagusia a una entidad política de la extrema izquierda. Mientras algunos se jactan de los éxitos de semejante empresa, otros pensamos que del fulgor de aquella demagogia tardará Bilbao en librarse y lo conseguirá, inevitablemente, a medida que la madurez ciudadana y la corrupción final de un modelo festivo, falsamente popular, dejen paso a una diversión colectiva que no obligue a nadie a ponerse a salvo en la lejanía desde el mismo día del txupinazo.

La cuestión no estriba en una disputa inacabable sobre gustos o formas de divertirse, sino en el debate que sugieren preguntas como éstas: ¿Está agotado el modelo festivo vigente en nuestros pueblos y ciudades? ¿Ha llegado el momento de revisar en profundidad las celebraciones populares en razón a los derechos individuales y normas de convivencia que objetivamente se vulneran? ¿No es hora de ponerse serios con unas fiestas en las que vale todo? ¿No habrá ya que renovar el concepto de lo popular por otro de mayor entidad y solvencia? Estamos hablando de un cambio cultural, en definitiva, de una transformación cualitativa que empieza por un proceso de autocrítica. La comunidad se tiene que reunir con urgencia y determinar si es tolerable que las estrepitosas ganas de marcha de los chicos del tercero izquierda son compatibles con el derecho a la tranquilidad y el descanso del resto de los vecinos. El conflicto está en que algunos creen que las cosas no tienen límites y que hay excepciones y privilegios; es decir, que hay una aristocracia subyacente en nuestra sociedad que emerge ruidosamente los fines de semana y en fiestas y que decreta la ocupación caprichosa de entornos completos de la ciudad que abandonan después arrasados de suciedad y detritus.

¿Fiestas de marca o de mercadillo?

El cambio cultural al que estamos abocados tiene que resolver mucho más que la anécdota de la orientación de los bafles de la txozna o el horario de cierre del concierto verbenero. Llevamos décadas pasando por alto, o dando por irremediable, el creciente abuso en el consumo del alcohol entre jóvenes y mayores. Otro tanto digo del consumo de drogas más severas. Y se acepta la contradicción ética entre el espectáculo de los toros y los valores sociales contra toda violencia. La comunidad parece asumir el costo humano y moral de estas tragedias morales y de convivencia. Asistimos inconmovibles a la desmesura del ocio juvenil que tiene en vilo a las familias, cuyas angustiosas llamadas de SOS parece no escuchar nadie. Con estos fracasos y frustraciones se teje el miedo y el estupor de la gente a la que puede pretender tranquilizar, engañosamente, un nuevo y potente discurso autoritario. Cuidado con el miedo al futuro porque sobre él suelen edificarse las más duraderas tiranías.

La imagen de nuestras fiestas son la exhibición del exceso y la insolencia de la vulgaridad. La identificación de la alegría con la borrachera es tan absurda como la equiparación de la tranquilidad con el estado de defunción. ¿Hay algo más patético que una persona ebria, sin control ni dignidad? Existe un problema de concepto: la fiesta no es la eventualidad del desmadre a toda costa. Esta era la opción de los desesperados de la realidad, un aliento para la supervivencia. Si el asunto es dar un tiempo y un espacio a los excesos, si se trata de un ceremonial atávico contra las limitaciones cotidianas, puedo proporcionar como alternativa una larga lista de placeres mucho más intensos y sofisticados, aunque un poco más privados, que la ramplonería de una cogorza de kalimotxo o vino barato. Necesitamos fiestas de marca, porque las actuales son de mercadillo. En el fondo, la gente se aburre ruidosa y ostensiblemente. Estamos instalados en un concepto de la diversión compulsiva, originada en el insoportable peso de la rutina y el vacío cotidiano. Y ahí está la clave: las fiestas no serían tan vulgares si la vivencia de cada día tuviera más alicientes. Y mientras unos intentan escapar de la realidad con alborotadoras celebraciones, otros huimos del vulgar jolgorio con el ejercicio secreto de nuestras inagotables fantasías rutinarias. ¿Quiénes son más divertidos?

 

 

Derecho a la belleza

Cámbiame

Que levante la mano quien no tenga algún complejo, de mayor o menor cuantía, por causa de taras reales o imaginarias, físicas o mentales, o por secuelas de hechos no redimidos. Es una plaga moderna que condiciona, por debilidad identitaria, el devenir de la gente. Vivimos en un mundo complejo habitado por millones de seres humanos acomplejados. Y no se preocupen los que carezcan de sentimientos de minusvalía, porque ya habrá alguien, seguramente el más estúpido, que se encargue de procurárselos con burlas y humillaciones. Es un territorio inquietante, sustentado en el sobrevalor de la autoestima y que ahora Telecinco, como todo lo que toca, ha enfocado desde la frivolidad en su programa «Cámbiame», a mediodía. Allí viajan los enojados con su estampa, los más vulnerables, generalmente chicas, que buscan el amparo de estilistas para sentirse deseadas, descubrir su atractivo y superar la reprobación propia y la indiferencia ajena. “Que no te den la razón los espejos, que te aproveche mirar lo que miras”, canta Sabina con ternura pero sin éxito a las mujeres que se ven marchitas o deslucidas.

Sin ánimo de penetrar en el ámbito de la psicología y debatir sobre la disociación entre cuerpo y mente, verdad y apariencia, debemos reconocer que hay personas de pésimo o nulo gusto, que malversan su encanto, que parecen odiarse y que, incapaces de combinar colores y formas en su figura, acaban subyugadas por el feísmo. Para este numeroso grupo de hombres y mujeres surgieron los personal shopper, que ayudan a configurarnos un estilo congruente y tenernos respeto de dentro afuera. No es cuestión de dinero, solo criterio estético. «Cámbiame» será efectivo mientras no promueva soluciones alienantes. La seducción y la renovación de la envoltura están en nuestra naturaleza como habilidades para una vida satisfecha.

Hay que tomarse en serio la imagen, el yo exterior, para erradicar los complejos. En una nueva Declaración Universal de los Derechos Humanos el primer artículo proclamaría: Todas las personas tienen derecho a la belleza.

La TV toma partido y los partidos toman la TV

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Si Podemos y otras plataformas afines han alcanzado en tiempo récord elevadas cotas de poder por influencia de la televisión, por el mismo medio y con igual celeridad se intenta pulverizarlas para que no lleguen más lejos en su pretensión de mudar el sistema. La campaña de búsqueda de viejos tuits atolondrados y antiguas travesuras de los líderes alternativos forma parte de esta operación de agitprop. Torpe y miserable empresa, vive Dios; porque, ¿quién no hallara en su propia biografía un borrón o diez, ocultos rubores y la huella de algún roto? ¿Acaso lo razonable no es permitirles cumplir sus promesas y juzgar después sus acciones? La tele, campo de batalla electoral, sufre un estado de shock y es notable en sus debates -de TVE a 13TV- la ira de los voceros de la derecha por los sillones perdidos. Si antes fracasó la estrategia del miedo, naufragará ahora la consigna del descrédito ad hominem por artificial y perversa. No espabilaréis nunca, diría un querido amigo con palabras más gruesas.

Hasta laSexta, donde se fraguó la rebelión de los indignados, se ha contaminado de la hostilidad hacia los novatos. La entrevista de Ana Pastor a la nueva alcaldesa de Madrid, la venerable Manuela Carmena, fue un ejemplo de histeria reaccionaria, dictada por los temores del bipartidismo ante la proximidad de unas elecciones cruciales. La conductora de El Objetivo maltrató a su invitada con preguntas insolentes e interrupciones sin fin y solicitándole datos que, horas después de su toma de posesión, era imposible que conociera. Fue un monólogo asfixiante, porque Pastor no distingue entre interviú e interrogatorio, ni percibe la diferencia entre el rol de presentadora y el de actriz por su abrumador afán de protagonismo.

Cambie de oficio y de disfraz, señora, pues su impostada aspereza e histrionismo forzado le capacitan más para el drama que para el diálogo y la realidad. Ubíquese en la ficción entonces y sea la Julieta de Romeo. ¡Ah, la mezquindad, esa corrosiva expresión de maldad de tanta gente engañosamente buena!

Desfile de la transparencia: políticos, vayan desnudándose.

trans¿Cómo y cuándo se fraguó la sociedad de la transparencia? Todo empezó el día fatal en que se afirmó que el valor de la comunidad está, por concepto, por encima del valor del individuo. El desarrollo de la democracia trató de equilibrar lo personal con lo social para que esta dualidad no constituyera una contradicción insuperable. Hasta que los medios de comunicación, precisamente los privados y entre ellos los más poderosos, decidieron invadir el ámbito de la privacidad humana -un ilimitado y crónico deseo de saberlo y descubrirlo todo, sin el menor respeto- y construir un mundo panóptico en el que todos fuésemos abiertamente observados y a la vez observadores de los demás, un universo post orwelliano, sin intimidad, con licencia de caza de secretos y sigilos, una facultad señalada como hito de la libertad.

Este modelo de confiscación de la individualidad y la identidad personal ha llegado al paroxismo con las tecnologías de la comunicación y la información, con las que se hace efectiva la obligación de exhibirse y la plena autoridad de penetrar en la esfera exclusiva de la gente y de cualquier organización o grupo. Y ahora que este derecho se ha convertido más bien en una plaga de asaltos impunes a lo más sagrado de los humanos, su ser privativo, vamos a ver cómo nos defendemos de sus abusos y de quienes, por no ponderar la libertad ajena, no estiman la suya propia. Supongo que este amplio conjunto de personas, impulsadas por su naturaleza colectivista y, por qué no decirlo también, por una clamorosa ingenuidad, son las que más demandan las políticas de transparencia pública que, tal y como se plantea, se cierne sobre nosotros como una de las últimas estafas democráticas, una teatralización inoperante.

La transparencia como moda

De repente, todo debe ser transparente. El diagnóstico es que la falta de transparencia es la causa de la corrupción política y por tanto los mecanismos de nitidez social impedirán los desmanes económicos de nuestra clase dirigente. ¿De verdad creemos que la corrupción es una cuestión económica, solo eso? Es muy llamativo que el partido más corrupto y con mayor número de militantes implicados en casos de saqueo, el PP, sea quien más iniciativas legislativas este desarrollando para dotar a la gestión pública de exigencias de comunicación de cuentas, contratos y salarios. Esa hiperactividad enmascara su propósito de fijar unas apariencias de honradez urgente, de puro interés electoral.

Si nos fijamos en los procedimientos de transparencia que se han implementado en las instituciones, se trata de la transmisión de datos que ya podíamos conocer, porque la mayor parte de ellos se publicitaban en los diferentes boletines oficiales: sueldos, importes y adjudicatarios de obras y servicios, plazos, presupuestos… casi todo estaba a la vista de quien se molestara en acudir a la fuente informativa. Eso sí, no fácilmente alcanzable por el común de los ciudadanos. ¿Y cuántas personas acuden hoy a las nuevas y más rápidas fuentes de información pública? Muy pocas.

No tenemos un problema de opacidad. Tenemos una dificultad de facilitación y simplificación de la información pública, al tiempo que seguimos soportando un viejo inconveniente: la desgana por la información veraz y la pereza intelectual hacia el conocimiento obtenido con esfuerzo. Hay que amar la información y nuestra capacidad de saber lo que ocurre para no tener que depender de lo que nos cuenten -debidamente codificado- los medios de comunicación o, peor aún, los anónimos y poco fiables foros, webs y blogs que pululan por internet con descaro y retórica malvada.

La política de transparencia que se predica es una política de apariencia, una operación de emergencia contra la crisis de un sistema profundamente injusta, un parche dramático con el que pretende tranquilizar a la gente a base de mostrarle, con cierto complejo de culpa, lo que ya podía saber. Ahora las cuentas son más aparentes, no más transparentes. La novedad es formal, algo así como el espectáculo del cumplimiento de unas obligaciones, junto la disposición forzada a desnudarse más allá de lo exigible.

En la reciente campaña electoral asistimos a un striptease vejatorio. Un diario local dedicó varias páginas a informar sobre los ingresos, vivienda, coche, planes de pensiones y cuentas de ahorros de los candidatos a la alcaldía de Bilbao, y estos, sin rubor ni decoro, respondieron con detalle, impelidos por el miedo a que si no revelaban estos datos podían ser sospechosos de opacidad (¿la intimidad es delincuencia?) y por tanto indignos de la confianza ciudadana. ¿A qué categoría de ética superlativa pertenece que un candidato declare poseer un Citroën, tener una vivienda propia en Solokoetxe o vivir de alquiler en Artasamina? ¿Qué añade a su valoración política la escritura de la casa o la cuantía de su salario? Y en todo caso, ¿qué carajo nos importan esos asuntos personales? Desnudar de esta manera a los gobernantes es la perversión de una mal entendida transparencia que, por pudor democrático, deberíamos rechazar. Porque esta demagogia sobrevenida de los medios, que envilece la privacidad y devalúa el sentido de la decencia política, también es corrupción.

Desconfianza permanente

La clase política tradicional asume la pena de la transparencia absoluta con falso entusiasmo. Y los que vienen traen el pecado original. Uno de los líderes de moda en España, Albert Rivera, se presentó en el escenario electoral posando desnudo en sus carteles, aunque tapándose los genitales con las manos. Ese parece ser el horizonte, la anécdota teatral como expresión tramposa de la honradez pública. De la misma manera que no es más fiable, ni más sincera una persona por exhibirse desnuda, tampoco la política (o la verdad pública) es más auténtica por mostrarse sin pudor y renegando de su privacidad.

A esta categoría pertenece la exigencia de presentar la declaración de la renta de los cargos institucionales. ¿Y qué demuestra esa información? Si alguien, en virtud de su cargo, se enriqueciese ilícitamente no creo que fuera tan necio como para contabilizar en un registro oficial el beneficio de sus delitos. No son los papeles, sino los procesos de decisión concertados, la política de la verdad, los que pueden prevenir las corruptelas. ¡Ah, pero hay que aparentar!

El filósofo y escritor alemán de origen coreano Byung-Chul Han, en su libro La sociedad de la transparencia (Editorial Herder, 2013), señala que “la transparencia estabiliza y acelera el sistema por el hecho de que elimina lo otro o lo extraño. Esta coacción sistémica convierte a la sociedad de la transparencia en una sociedad uniformada. En eso consiste su rasgo totalitario”. Y añade: “La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación. En lugar de la resquebrajadiza instancia moral se introduce la transparencia como nuevo imperativo social”.

Estamos instalados en la desconfianza hacia todo. Nadie merece de antemano un margen de crédito, mucho menos los regidores políticos. Nadie se fía de nadie. Y esa desconfianza radical procede seguramente de nuestra propia desestima moral y las pocas oportunidades que nos damos para vivir con honor e intensidad en un mundo complejo y desigual. Hay muchas razones para desconfiar, muchas menos que las que existen para confiar en algo o en alguien ciegamente. No construiremos una sociedad ética renunciando a la propiedad y grandeza de nuestro ser único. Y así están en vía de extinción la autenticidad, los secretos, la lentitud, la persuasión, el entusiasmo, la compasión, la memoria… el tiempo.