Más Iglesias, más Podemos

A fuerza de creerse -engañosamente- que la fama y los votos se los debe a la televisión, Pablo Iglesias insiste en prodigarse casi a diario en los debates audiovisuales para preparar su éxtasis electoral de 2015. No ha entendido que la indignación fue la causa de su triunfo y la tele, su canal. Pero este joven líder es listo, al menos para la aventura y la épica, tan gozosa como perecedera. Su discurso se ve favorecido por sus adversarios, obstinados en hacer de él un héroe. ¿Qué notoriedad pública tendría hoy Iglesias sin la ira ultra de Eduardo Inda, si el repelente Paco Marhuenda no le fustigara como un viejo carca a un libertario idealista o si Antonio Miguel Carmona no manifestase sus ansiedades partidistas contra el hierático dirigente del socialismo alternativo? Cuanto más le atacan más crece el ímpetu de Podemos, porque Iglesias aparece, con muy pocas palabras, como el único remedio contra la crueldad de los recortes, el paro y la pobreza.

Algunos sociólogos menores creen que la táctica más efectiva frente al populismo de Iglesias es boicotear su presencia en la tele. Es el método aplicado por TVE, que excluye al joven político todo lo que puede, a costa de rebañar la verdad de la calle. La respuesta contraria es surrealista: polarizar los votos en dos extremos, PP y Podemos, mediante una confrontación mediática sostenida durante meses, lo que debilitaría a socialistas, IU, UPyD y demás opciones, de izquierda a derecha, con vistas a las elecciones municipales y generales. Dicen que estamos en esta operación, bajo el amparo de Atresmedia y Mediaset. Es creíble por apariencia, pero poco operativa.

Unos y otros ignoran la voracidad de la televisión. Al profesor no le tumbarán los altos poderes, sino sus afanes carismáticos y sobreexposición pública. Va camino de ser el Belén Esteban de la política, un personaje esquilmado por las cámaras y su furor narcisista. A todos se nos agotan las palabras y tenemos nuestro punto de saturación, tras el cual comienza el declive y la soledad. Iglesias incendiará su iglesia.

Noches de viernes, noches frías

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El viernes es el día más difícil para la noche de la tele. No es carne ni pescado y no sabes si salir o quedarte, si dormir o vivir, dependiendo del cansancio, la economía y las ansiedades afectivas. Por segundo año consecutivo, ETB ha apostado por el debate en esta jornada ambigua. Se supone que Por fin viernes es el sucesor de El Dilema, prematuramente fallecido y por cuya misma senda camina a la búsqueda de un modelo que satisfaga a los que huyen del comadreo viperino de Telecinco y a quienes demandan un poco de cruda realidad para alimentar sus indignadas conciencias. PFV es una combinación de dos tertulias -una más seria y otra más tosca- con cambios parciales de interlocutores; y dos entrevistas a personajes relevantes. Se ha inspirado en La Sexta Noche en el uso profesoral de la pizarra y en la alternancia sin ruptura entre debate e interviú, aunque prefiere la mesa al sofá como diseño de escenario. Una mixtura cuyo atractivo depende de los temas de discusión, más que nada para que la gente, en hora y día de agotamiento acumulado, no se te duerma en el sopor de la dialéctica exquisita. O incendias la contienda o no hay audiencia.

Para que el hablar público sea interesante son necesarios un ambiente propicio y una disposición libre y confiada, sin más requisitos que el respeto, las reglas de la calle. Hay que dejar que la emoción tenga su primacía y alcance cierto equilibrio con la exposición de ideas. Hay un exceso de frialdad distante en los debatientes. Ahí se equivoca PFV, en su opción por el diálogo rígido y estructurado: demasiados periodistas y poca diversidad intelectual de estilos. Y es que la comunicación no es un oficio, es un instrumento del alma para el entendimiento. ¿Por qué tanto miedo a la discrepancia airada y la humanización de los interlocutores? ¿Por estética corriente o por molicie?

En televisión los déficits creativos llevan a la repetición o imitación crónica de viejos esquemas. Como el anuncio de Veranoski, despiadadamente difundido, tan cruel y traidor como una diarrea de verano.

Blázquez avisa: 13TV y Cope están endemoniadas

El presidente de los obispos españoles y yo tenemos en común algo más que el apellido: nos repugna la línea editorial y el sectarismo de los informativos y debates de 13TV, emisora oficial de la Conferencia Episcopal. Ricardo Blázquez, como dueño del tinglado y pastor mayor de la grey, está harto del tono agresivo y a menudo insultante (“el coletas”, le llaman despectivamente a Pablo Iglesias en una de sus tertulias) que se usa en los medios católicos y ha dicho ¡basta! Si es verdad que su cargo lleva implícito el poder de cambiar las cosas -como el Papa Francisco en el Vaticano- en otoño asistiremos a importantes novedades en los contenidos de la tele de los prelados. Ya lo intentó con la radio de los fachas, Cope, durante su primer mandato, entre 2005 y 2008; pero la alargada sombra de Rouco y la ingenuidad del ex obispo de Bilbao frustraron la democratización del discurso mediático de la Iglesia de España.

El problema del jefe de los prelados tiene nombres: «El cascabel al gato», que conduce Antonio Jiménez. «La Marimorena», dirigido por Carlos Cuesta; «Más claro agua», a cargo de Isabel Durán; y el telediario de Alfonso Merlos. Por cierto, ateos declarados. Este plantel de programas constituyen lo más ultra de la tele y han contado con el aval de la Iglesia, lo que pone en cuestión el pluralismo político de los católicos, votantes del PP, pero también del PSOE, PNV, CiU, Izquierda Unida y EH Bildu. Blázquez sabe que la identificación entre fe y derecha, entre religión e intolerancia ideológica causa estragos en la comunicación evangélica y no es coherente con los aires renovadores que llegan de Roma. Así que no queda otra que domesticar a las fieras de la cadena amarilla o prescindir radicalmente de su virulencia. Perderá audiencia al principio, pero finalmente ganará en credibilidad y respeto.

No hay ninguna tele más anticristiana que 13TV, por grosera e intransigente. Blázquez ha entendido el espíritu de Bergoglio. Hace falta que entienda cómo debe ser una cadena católica en el siglo XXI, que dé ejemplo y no hostias.

Obsesión por Bildu y otros fetichismos

1339321583_0 ¿Es el atractivo físico de un candidato una forma de fetichismo en el ámbito democrático? ¿Producen placer en los electores la manera de hablar y las promesas de bienestar de los dirigentes políticos? ¿Es o no un fetiche el carisma que emana de los líderes? La sociedad posmoderna no solo acepta sus obsesiones, a pesar de lo que condicionan y enmascaran la vida, sino que además las considera un estado apasionante y creativo. Eso puede explicar la frivolización general de los asuntos públicos y la falta de rigor en los análisis de cuanto nos atañe como comunidad. Se autojustifica. Toda obsesión es una pérdida de libertad y un desenfoque de nuestras prioridades. Lo peor que nos podría ocurrir es abordar las cosas con objetivos superficiales, privándonos de nuestra grandeza y superioridad moral. Y es a lo que nos vamos acostumbrando, a pensar con flojera intelectual y adoptar soluciones fáciles sin desprendernos de los viejos lastres mentales y prejuicios que impiden aventurarnos.

No entiendo las obsesiones políticas de nuestro país, ni comprendo el oxímoron entre radicalidad y superficialidad con que se comporta a diario. Por una parte, se reclama, con razón, el ejercicio del derecho a decidir el estatus nacional de los vascos y, por otra, afrontamos los problemas económicos y de gestión con mentalidad obsoleta. El rechazo a la evolución de modelo de cajas de ahorros es un ejemplo de esa persistencia superficial, según la cual hay que mantener el viejo paradigma, como una momia. ¿Derecho a decidir que no nos movemos? A nuestros sindicatos no les rescata nadie del pleistoceno de la lucha a base de algarada y cierta violencia, mientras que a nuestros empresarios les sigue sin entrar en la cabeza la idea central de que sus trabajadores son la -única- solución de todo. Somos, en medio de la radicalidad, tremendamente conservadores bajo una apariencia de innovación que no va más allá de lo verbal o su deseo.

¿Cuánto dura el efecto de la demagogia?

Una obsesión de la política vasca es EH Bildu, una organización electoral ante la que todos actúan afectadamente y sin criterios estables. Hay una doble obsesión por la izquierda abertzale. Una es la de los partidos y medios de comunicación que acosan a los cargos e instituciones gestionadas por la coalición y que casi siempre se refieren a temas muy selectivos que, con su desmedido tratamiento o crítica, los convierten en asuntos de Estado o de altisonante debate social. El delegado del Gobierno central en Euskadi, Carlos Urquijo, es el genuino representante de esta febril paranoia, con muchos seguidores en España. Naturalmente, el efecto de este fetichismo es la victimización de la izquierda nacionalista y la ubicación de los temas de su preferencia en la tribuna pública sin que realmente respondan a una demanda ciudadana. Otra consecuencia es el reforzamiento electoral de la marca, generosamente auxiliada por quienes se postulan como sus más virulentos rivales.

La otra obsesión por Sortu/Bildu proviene de quienes parecen tener un fuerte complejo hacia sus proyectos de rebeldía, opción antisistema y sus actuaciones reales e imaginarias. Impresiona comprobar con qué facilidad el PNV se muestra sensible y frágil frente al supuesto aire renovador y el espíritu rompedor de la izquierda abertzale. ¡No hay ningún motivo para esos complejos! Si se mirara con sosiego la gestión política e institucional de Bildu no merecería una estima especial en tanto que no presenta rasgos significativos, con más lagunas que aciertos y que sus resultados son tibios y a veces correctos. ¿De qué se valen los radicales para fomentar esos complejos? Sobre todo de los augurios de quiebra que se lanzaron sobre las entidades regidas por la coalición. Ni Gipuzkoa y los ayuntamientos liderados por la izquierda radical se han hundido, ni se ha alumbrado un país más libre, justo y mejor administrado de lo que estaba. El balance de Bildu es más bien vulgar, pero no catastrófico. La irrupción institucional de Bildu aporta lo que toda rivalidad política, con cierto calado social, trae consigo. Nada más y nada menos.

Sobrecoge constatar cómo el PNV ha interiorizado obsesivamente la futilidad de algunos análisis, que no pasan de ser mantras de grupos de comunicación para moderar -o radicalizar, según- al sector jeltzale. De tanto hablar de la pugna existente entre los dos sectores del nacionalismo vasco por la hegemonía abertzale, el PNV ha terminado por creerse la existencia de esa disputa histórica, cuando la rivalidad no se plantea en semejantes términos, ni hay indicios consistentes de que se vaya a alterar el actual equilibrio. Bastante tiene la izquierda abertzale con sostener en 2015 sus buques insignias, la Diputación guipuzcoana y el ayuntamiento de Donostia. ¡Otegi será el próximo lehendakari!, enfatizan algunos en la misma línea, seguramente porque no conocen Euskadi ni han estudiado a fondo su sociología electoral y evolución.

No es que no pase nada y que todo siga igual que siempre, no. Hay en lontananza un gran cambio democrático; pero no lo trae la izquierda abertzale, que es un agente más. A Sortu/Bildu le quedan muchas experiencias por vivir, entre ellas el derrumbe de su demagogia instrumental. La demagogia es efímera, dura un instante. Ya se ha desplomado la mentira del reciclaje perfecto y el circo del “puerta a puerta”. Se vino abajo la revolución pendiente. La amnistía y el conflicto asociado a ETA. También se derrumbó la implantación de peajes en las autovías. Cayó el fiasco de Donostia 2016. Y se desmoronará la mágica alternativa al nuevo modelo financiero de las cajas vascas: gestionará Kutxabank con todos los demás. Aprenden despacio que gobernar no es poesía.

La paciencia democrática

Nadie en el espectro político presenta más contradicciones que Sortu/Bildu, fruto de sus años revolucionarios y su resistencia a asumir las limitaciones, las propias y las del sistema para renovarse. Pero no creo que haya que reprochándoselas todos los días, como tampoco convertirlas en noticia. Sus acciones y naturaleza política no constituyen por sí mismas un fenómeno y no pasan de ser una singularidad en la trayectoria histórica de nuestro país. Algo parecido sucederá con Podemos, que del fetiche de la utopía y las palabras vacías transitará al no-Podemos hacerlo como queríamos o al no-Podemos hacerlo solos.

Es probable que los electores estén condicionados por fetichismos políticos, casi todos simbólicos, que alteran su comportamiento racional. La izquierda abertzale tiene muchos fetiches: el recuerdo y frustración de la lucha armada, los presos, sus muertos, sus múltiples y solapadas organizaciones, su capacidad movilizadora… De esos fetiches extrae grandes emociones que se traducen en respaldo electoral y cohesión ideológica. Ahora agotan otros viejos fetichismos más o menos superados, como las banderas y la discriminación del euskera. Y crean cierto efecto contagio hasta que se agotan.

La democracia, como gestora de la libertad, es muy lenta, parsimoniosa las más de las veces y exasperante con sus pasos atrás. Exige paciencia para captar nuevos adeptos y acoger sin reproches a quienes se identificaron en la práctica o la teoría con los sistemas tiránicos y violentos. La obsesión por la libertad y la justicia es un peligro. De esto sabemos mucho en Euskadi. Está bien que la democracia se regenere y crezca en calidad; pero resulta absurdo que se tambalee por complejo de inferioridad ante los recién llegados. No solo no hay motivo para la obsesión por Bildu/Sortu, sino que hay razones de sobra para reírse de la izquierda abertzale. ¡Son tan normales!

¿Elegir a un nuevo Zapatero…? ¡Error!

 

Los socialistas están de elecciones y ocupan, extrañamente, la televisión del verano, de chiringuito y sangría. Mal tiempo y peor escenario para una campaña inédita en la bribona democracia española. Todo acabará el próximo domingo, principio del fin de una dolorosa travesía del PSOE, podrido por la corrupción y la soberbia del poder excesivo. Entre Eduardo Madina, Pedro Sánchez y José Antonio Pérez Tapias hay diferencias de carácter ante las cámaras: un pico de oro, un torpe y un triste. Un simpático, un circunspecto y un fúnebre. Una sonrisa abierta, una mueca indecisa y una barba vieja. Un aspirante sin pasado, un presunto ganador y un tercero en discordia. Un mediocre, un ingenuo y un tardío. Ninguno se había entrenado mejor para esta batalla que el madrileño guapo, fogueado en las tertulias contra la derecha. Ahora obtiene sus beneficios, con los mensajes preparados, la comunicación aprendida y la seguridad pública apuntalada. Como Pablo Iglesias, el candidato Sánchez es producto de la tele.

No quisiera ser cenizo, pero veo a Sánchez como el nuevo Zapatero, un vencedor inesperado, dominador de la persuasión, pero insignificante como líder. Una promesa con final de pesadilla. Si los socialistas quieren repetir la historia solo tienen que votar al castellano. Como Zapatero, es tan guapo como anodino. Los dos eran desconocidos y oportunistas, victoriosos casuales. Ambos son ambiciosos y no acreditaban preparación y experiencia. Tienen en común el descaro de los charlatanes y la nula humildad. Los dos subieron en el ascensor mediático y no por méritos propios. Y como ZP, el inerte programa renovador de Sánchez llega cuando el partido está tan hundido que los militantes se adhieren al consuelo de la autoestima, de lo hermoso pero vacío. Es la reemisión de Zapatero.

Obviamente, Madina odia el pulpito de la tele, y eso es bueno; pero así no se ganan elecciones. No basta con acreditar silenciosamente una historia heroica. Me admira su candidez y que la mayoría de los dirigentes del PSE no le quieran. Buena señal.