Monarquía y la sucia realidad

La TV aporta al género de la entrevista la emoción del lenguaje corporal, imposible en radio y prensa escrita; pero lo esencial sigue siendo el calado de las respuestas y el talento de las preguntas. Los destronados príncipes Harry y Meghan tenían mucho que decir a la gran dama de la comunicación Oprah Winfrey en la CBS. Las coronas del mundo temblaron. Más de 17 millones de espectadores en Estados Unidos y otros 11 millones en el Reino Unido son la medida del interés suscitado por la charla celebrada en Montecito, California, donde vive la pareja en buena vecindad con la comunicadora. Meghan fue actriz y conoce el poder de la imagen, mientras Harry tiene el recuerdo de su madre, que acudió a la BBC a hacer cuentas con su rijoso marido. Diana de Gales ganó así la batalla del prestigio y destruyó a Carlos ante la opinión pública. Lo que más perjudica a las monarquías, de suyo tenebrosas, es  la revelación de su podredumbre. No hay magia, hay basura como el príncipe Andres, hijo menor de Isabel II, pederasta y corruptor de menores

            Los mensajes de la pareja han puesto en su sitio a la reina Isabel y el sistema que gobierna Buckingham Palace contra quienes rebasan sus medievales límites. Meghan, de madre negra, padeció indoor la intransigencia del racismo. Y Harry, con el recuerdo de Diana, muerta por la persecución de la prensa amarilla, no quería para sí y su familia igual destino. Y por todo eso viven lejos del feudal ruido y con un océano de por medio. Lo suyo es un deseo de libertad pagado, románticamente, a un precio muy elevado. Es increíble que, después de Paris 97, túnel Place de l’Alma, los paparazzi no hayan sido ilegalizados.

            ¿Veremos algún día a alguien de la Zarzuela en una entrevista semejante? Vamos, Froilán, tú puedes. No hay una Oprah por aquí, pero podría valer la plagiaria Ana Rosa para que nos cuenten las miserias de la realeza española.

8 Goyas vascos

¿Merece la pena celebrar una gala cinematográfica desprendida de público y glamour? Pues sí, como vale jugar partidos de fútbol sin la presencialidad de los espectadores. Suspender estos festejos sería ceder vida a la pandemia, más de la que ya nos ha arrebatado. El cine debe sobrevivir como los personajes heroicos de sus historias. Si la ceremonia de los Globos de Oro hace una semana en Los Ángeles fue un fiasco, la del sábado en Málaga fue lamentable. Todo fue Antonio Banderas. El teatro era suyo, era su ciudad, las estrellas de Hollywood que enviaron saludos eran sus amigos, la organización era suya y hasta la tristeza y la voz apagada eran todas suyas. ¡Pobre María Casado, haciendo de atrezo en la antevíspera del Día Internacional de la Mujer! Y ella dijo la frase maldita: “Han sido los Goya del Covid”. Y con la peor audiencia de los últimos 15 años.

Así que la gala del cine fue la gala del vídeo y la distancia. La alegría llegaba por pantallas lejanas, lo menos deseable tras la saturación de virtualidad a la que nos ha llevado el confinamiento. Por compensación, Euskadi ha ganado 8 estatuillas con Akelarre y Ane. Y sonaron, rotundos, los eskerrik asko. La carrera del director bilbaíno David Pérez Sañudo es vertiginosa. El gran premio fue injusto: debió ser para la conmovedora Adú en vez de para Las niñas, un bodrio nostálgico incapaz de retratar con sentido la reprimida vida provinciana de los 90. 

Faltó épica al ritual de la cinematografía. Fue una peli de enmascarados. Ángela Molina, que no es Jane Fonda, hizo un discurso lírico. Hubo apenas una pincelada política y terminó con el pegote demagógico de encargar a una enfermera el anuncio del Goya a la mejor película. ¿Cuántos espectadores perdió el cine de marzo a marzo? No lo dijeron. Solo sabemos que llegó el virus y las salas se vaciaron llenas de miedo. 

Los monstruos que admiramos

La maldición de las historias cerradas en falso es que reaparecen cuando menos las esperas. Mal enterradas, vuelven en forma de libros, reportajes o películas. La tragedia de los abusos sexuales de Woody Allen a su hija Dylan ha regresado treinta años después como documental en HBO. Allen v. Farrow cuenta en cuatro partes las miserias sexuales del cineasta, absuelto por falta de pruebas, pero desposeído de la custodia de sus hijos. Los testimonios son abrumadores, incluso de su prole y si no hay mayor equilibrio en el relato es porque el neoyorkino se ha negado a participar, quizás porque ya se sentía redimido con su autobiografía A propósito de nada, páginas de descargo y venganza donde tacha de loca a Mia, típica respuesta del monstruo cazado.

¿Se puede amar la obra y odiar al autor? Es complicado ver su cine y no evocar al pederasta. Quizás por eso en Rifkin’s Festival apenas percibí más mérito que los bellos escenarios de Donostia. ¿Podemos leer Madame Bovaryobviando al pedófilo Flaubert? Igual sucede con las canciones, ahora amargas, de Michael Jackson, otro depredador de niños. Tiene Woody quien le defienda, como los monárquicos españoles disculpan la rapiña del emérito. El síndrome Woody Allen, ensayo de Edu Galán, es a la vez un cómico panegírico del cineasta y un despiadado ataque a Mia y a cuantos, abducidos por las redes sociales y la endeblez moral de la izquierda, creemos a Mía y sus hijos y no a Allen. Ni la presidenta del club de fans de la Pantoja había sido más entusiasta en el enaltecimiento de su ídolo.

También ha vuelto la historia de Kennedy y otra vez con Oliver Stone, creador del mejor film sobre el magnicidio. Quería ser un documental, pero tras el rechazo de Netflix será una película a estrenar en Cannes. La verdad sigue pendiente. ¡Eh, Mr. Allen, no se esconda detrás de la cámara!

El rey que pudo robar

…y robó, vaya si robó, a manos llenas. ¿Cuándo, cómo, por qué y con qué apoyos? ¿Qué nos ha llevado hasta esto? ¿Es solo culpable Juan Carlos o hay otras responsabilidades? De este indignante asunto, que pone ante el espejo a la democracia española, trata mi vídeo de Youtube en mi canal «Puente de 3 minutos».

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