
Han salido, puntuales, a las ocho de la tarde, de nuevo los vecinos a ovacionar a quienes luchan por la vida. Y está bien, reconozco la buena fe de la gente y su generoso corazón. Pero esto se ha convertido en una rutina ciudadana para tiempos de opresión. Y los medios, que viven de lo superficial, lo resaltan en los informativos. La noticia de las ocho, la antinoticia en realidad, porque es lo previsible de cada día. Lo rutinario es lo que permanece, pero en esta época de confinamiento y miedo, la rutina es un producto y básicamente un autoengaño colectivo. En fin, ha sido una jornada melancólica y sensible.
La ciudad asomada en los balcones para mitigar su vacío. ¡Qué infantil! El Ararteko, (Defensor del Pueblo Vasco) ha iniciado diligencias para determinar si el ruido de las ocho es una ilegalidad. Tiene razón. ¿Con qué derecho se asoman algunos a dar la murga a los demás? Los exhibicionistas han emergido entre la crisis: los cantores, los músicos, los rapsodas, los de Paquito el Chocolatero y el Resistiré…
Ayer, al salir a dejar la basura en el contenedor, escuché a un vecino cantando desde su terraza “blowing in the wind”, como un Bob Dylan de baratillo. Un espanto de cantor y un ruido insoportable que espantaba a pájaros y gaviotas. ¿Con qué derecho martiriza a los vecinos? Si lo suyo es una carrera frustrada de cantante, que se presente a Got Talent o quizás a Operación Triunfo. Es como mi vecino de arriba, que me machaca con sus saltitos a todas horas. He descubierto que sus brincos obedecen a la práctica de la gimnasia. Incluso hace unos días ocupó el portal para realizar allí sus demenciales ejercicios. Era lo que me faltaba: ¡tengo un vecino vigoréxico!
Y así la ciudad, confinada y aburrida, ha sido tomada por vecinos ruidosos y molestos, con toda la vecindad de espectadora. Se ha publicado que algunos vecinos han colocado carteles amenazantes en los portales contra sanitarios y personal que trabaja con los enfermos de coronavirus. No los quieren en sus domicilios mientras dure la pandemia, porque temen que contagian a sus familias. Malditos canallas. Los mismos vecinos que aplauden a las ocho, escupen después su veneno.
Ya ha anochecido. Y me siento reconfortado tras haber visto los tres últimos capítulos de “La Amiga Estupenda”, correspondiente al segundo libro de la tetralogía de Elena Ferrante, “Las dos amigas”. Una gozada poética y realista en la que confluyen amor, amistad, miseria, violencia, libros y superación. Pudiendo llenarse de belleza, ¿para qué demonios se necesita el ruido de los vecinos infelices? El único balcón aceptable sería el de Julieta, al que trepó Romeo para amarla. Es ficción, lo sé, aunque en Verona tienen montado un lugar de peregrinación donde los enamorados de todo el mundo dejan cartas de amor. Nada de eso tenemos por aquí. Se recurre a lo fácil, al ruido.










