Así es como acostumbraban a llamarle los indios que posaban para sus fotografías.
Curtis fue un fotógrafo autodidacta, había nacido en Whitewater (Wisconsin) en el año 1868, y falleció en Los Ángeles en el año 1952.
En 1891 todas las tribus aborígenes del norte de America habían sido condenadas a vivir en «reservas» o se integraban como la escala más baja de la cultura anglosajona.
Interesado por las culturas indígenas comenzó a viajar y fotografiar a unos colectivos en los que su declive se percibía con toda claridad.
Curtis escribió: «la muerte de cada hombre o mujer significa el fin de alguna tradición, de algún conocimiento o rito que solo ellos poseían, por lo tanto, la información que puede ser recopilada para los futuras generaciones debe recogerse ahora o la oportunidad se perderá para siempre.
Los indios le respetaban y confiaban en el, aceptándole como uno de los suyos, y permitiéndole obtener testimonio gráfico de algunas de sus ceremonias más sagradas.
En palabras de Don Gulbrandsen, biógrafo de Curtis «los rostros de los indios nos miran fijamente con sus ojos oscuros, a través del tiempo y el espacio, inmortalizados para siempre en papel desde una epoca lejana y antigua, y a medida que observamos con detenimiento sus rostros, su humanidad se pone de manifiesto, vidas, llenas de dignidad, pero también tristeza y pérdida, representantes de un mundo perdido que hace mucho que desapareció.