Según la prensa no precisamente canallesca – ¿ya no la hay?- desde que algunos gobiernos autónomos-regionales propusieron la obligatoriedad del llamado pasaporte COVID para poder acceder a determinados actos sociales, el número de vacunaciones se ha multiplicado por cuatro.
Al parecer, ha sido el pánico, no tanto viruspatológico, sino psico-social lo que ha operado en esta escalada de vacunaciones de quienes por dejadez, autoinmunidad atribuída o mentalidad conspiranoica, se han percatado de las limitaciones colectivas que llegarían a tener sin el QR de marras y más en estas fechas cuajadas de ferias y fiestas, puentes y hasta acueductos (forales).
Y quizá sea este , el tropel vacunatorio, el efecto inmediato y positivamente sanitario a pesar de que desde las instancias judiciales- y desde el derecho propiamente dicho- pueda haber dudas sobre la constitucionalidad de tal exigencia, pues nunca hasta ahora y salvo casos extraordinarios, una vacunación ha sido elevada a deber ciudadano documentado.
Aun así, el efecto mediato, ese que suele ser previsto desde la reflexión, y por lo general por aquellos seres a los que ya Aristóteles atribuyó un exceso de bilis negra, parece ser un paso m´ás en la escalada de control social que se ha desp`legado desde el comienzo de la revolución cibernética a finales del siglo pasado y que se ha agudizado con la pandemia del COVID-19.
Así lo sugiere, por ejemplo, el filósofo Giorgio Agamben, que estima que «nuestras sociedades han pasado de un modelo que antes se denominaba de «sociedad disciplinaria» al modelo de «sociedad de control», de sociedad basada en un control numérico casi ilimitado de los comportamientos individuales, que se convierten así en cuantificables en un algoritmo» y cuyos datos son susceptibles de ser utilizados tanto por las administraciones públicas como por las empresas privadas. O sea, que cada vez que a usted le lean el QR, quedará codificado el dónde, cuándo y acaso el con quién de lo que haga.
Que esta progresión de control social se vaya admitiendo como normal, y aun más , al presentarse como adecuada, equilibrada y hasta neutra, no deja de ser una manifestación del acento tecnocrático que cada vez se extiende con mayor facilidad en nuestras sociedades. Agamben se pregunta hasta dónde estamos dispuestos a aceptar este control. Y la pregunta precisa de una respuesta muy matizada, no marcada tan sólo por un utilitarismo montaraz y facilón.
Así que , sin poner en duda la legitimidad de las políticas santitarias de las autoridades ( todas ) realmente existentes, la pregunta de Agamben queda en el aire, pero no para que se resuelva con un simple…¡Sin más!