He pasado la tarde en Irún, a donde he acudido a la sesión de un taller literario. Ya de vuelta hacia Bilbao, conduciendo lentamente por la autopista – ya casi no utilizo el coche- , he sentido que dejaba atrás la antigua frontera, y con ella la evocación de recuerdos de un pasado lejano en la memoria personal pero quizá no tanto en la colectiva.
La excusa era peregrina – si acaso, ir a pasar el día a Biarritz – pero la cosecha generosa: algún que otro libro prohibido, una película sin cortes de la censura, y un breve amago de libertad mientras tomábamos un café en una terraza de la playa, contemplando a las atrevidas francesas que tomaban el sol en top-less. También solía haber algún amigo exilado a quien visitar, un par de paquetes que dar o dineros escasos, reunidos aquí y allá, que repartir. Claro que, luego, había que volver y someterse a la inspección y al interrogatorio cotidiano – ¿De dónde viene? ¿A dónde va? – para después, bajada tras nosotros definitivamente la barrera, sumirse en la grisura del tardo-franquismo agonizante.
Aunque también pasaban cosas como ésta: “¿Qué lleva ahí?” “Libros”. “¿Para qué?”. “Para leer”. “¡Ah, bueno! ¿Y éste? Vamos a ver… Así que LA REPUBLIQUE de Platón, ¿eh?”. “ ¡Oiga que es un clásico de…!” “ ¡Y además en ruso!” “¡Pero que es en griego clásico!”. “¡Nada, nada! ¡Queda confiscado! ¡Continúe!”. Y por lo menos nos podíamos reír un rato. Contándolo, por supuesto.
Y es que era importante reírse con quienes se podían contar estas cosas, pues entonces estaba muy claro quiénes y cuántos eran los franquistas y dónde estábamos todos los demás, aunque mirásemos desde diferentes puntos de vista…









