Casadas, monjas, rameras y brujas, de Manuel Fernández Álvarez

Aunque en su prólogo nada dice al respecto el autor, el atractivo título, sospecho le fuera impuesto por la editorial, para compensar la sesuda erudición profesional de todo un Catedrático con la que se arranca sus primeras páginas introductorias acorde con su más que seguro título inicial propio de un seminario universitario reza “La olvidada historia de la mujer española en el renacimiento” que con minúscula cursiva aparece camuflado en el subtítulo para evitar que mentes impacientes, poco dadas a los circunloquios académicos, se espanten antes de adquirirlo en las librerías.

De hecho, yo mismo, amigo de los tochos que dejé de leer novela hará cosa de un cuarto de siglo, esta vez, tras quedarme sin material que llevarme al cerebro en un viaje con retrasos de aeropuerto, pero algo agotado mentalmente después de pelearme con un concienzudo texto de Teología, precisamente lo escogí por lo que sugerían sus jugosas letras gordas, pues prometía más entretenimiento que el intelectual.

Cuál sería mi sorpresa, que sin querer fui a dar con un estudio que empezaba preguntándose ¿Qué es el Renacimiento? cosa que ya me ponía sobre aviso de que me había equivocado en mi elección, pues sólo los filósofos se preguntan obviedades que cualquier escolar estaría en condiciones de responder con dos líneas y en cambio estos, acaso no les basta un libro entero. A punto estuve de cerrar sus páginas y aparcarlo para mejor ocasión. Pero, aquella introducción sobre las claves del Renacimiento, eran tan claras y profundas en su exposición anclando sus conocimientos en autores como Michelet o Huizinga que como quiera que por momentos aprendiera como que la fatiga mental desapareció recuperando el placer de una lectura con enjundia.

El esfuerzo tuvo su otra recompensa. Como si de una prueba de resistencia se tratara, antiguo modo de evitar al perezoso censor, tan pronto sus párrafos se adentraron en materia, apareció aquel horizonte de textura más sabrosa que a todos nos remite el primero de los títulos, mas sin abandonar nunca la compostura de quien está acostumbrado a dar conferencias en un ámbito comedido que no concede licencia a su expresión más allá de lo tolerable, capaz de convertir la narración de “Siete semanas y media” en un objeto de investigación antropológico.

Toda la obra está estructurada de lo general a lo particular recorriendo círculos concéntricos. De este modo, primero en la introducción se presenta el marco renacentista europeo, para después ver las semejanzas y diferencias con el caso español para finalmente describir la situación social de la mujer en aquella época. Hecho lo cual, pasa a diseccionar en capítulos sucesivos la realidad histórica y cultural de la mujer contrastando los distintos testimonios artísticos literarios ora idealizaciones, ora fieles cuadros costumbristas de la época, con la documentación y registros rigurosos de los archivos con los que cuenta el investigador.

Con la habilidad de un cirujano de la intrahistoria, Manuel Fernández Álvarez, disecciona la variopinta fenomenología femenina dando razón de los distintos roles asignados a este sexo, como la de ser mujer casada tratado en el segundo capítulo, en cuyo caso podía ser La Perfecta casada, la infiel, dentro del contexto del matrimonio acordado por los progenitores, la diferencia de edad entre los contrayentes y las de carácter económico cuya relevancia se ponía de manifiesto en la desgracia de ser viuda, más allá del sufrimiento sentimental; El perfil de la soltera aparece en el tercer capítulo junto al caso de la solterona despreciada por ser una carga familiar dentro de la tragedia de las madres solteras y el abandono de niños y hasta del infanticidio; Del caso de la monja pasa a ocuparse en una cuarta sección donde habla de su relevancia social como ideal teórico de mujer, aunque se distingue la Monja perfecta, la desesperada por haber ingresado sin vocación a la fuerza, la infiel, consecuencia de la anterior y hasta de la monja en fuga que abandonaba los hábitos y el convento sin consentimiento. Acto seguido, como buscando el contraste, en el capítulo quinto, se ocupa de las criadas, mancebas, barraganas, rameras y esclavas en evidente relación con la soltería y las engañadas confiadas y abandonadas por los Don Juanes, celestinas, señoritos y buscavidas que pululaban a su alrededor. Casi al final reserva un sexto tramo para abordar a las mujeres marginadas por su raza o religión como fueron las conversas, moriscas y gitanas. Y por último, en el capítulo séptimo, aparece el caso de la bruja, real o imaginaria perseguida por el pueblo llano, las instituciones y la Inquisición.

Esta exhaustiva taxonomía de la mujer española renacentista, además de magníficamente elaborada para su buena comprensión, está aderezada con incrustaciones descriptivas de cuanto se va comentando haciendo su lectura a ratos entretenida, a ratos amarga, según sean los retales de los autores que como el Arcipreste de Hita, Erasmo, Vives, Moro, Fernando de Rojas o Santa Teresa de Jesús jalonan el texto que sin duda resulta más divertido para el lector masculino, cuanto instructivo para toda mujer de nuestro tiempo que desee saber por qué todavía hoy, ser mujer es una desgracia entre nosotros.

Para terminar esta reseña, me gustaría resaltar el hecho de que así como hay historiadores que están realizando una encomiable labor de iluminar el claroscuro medieval poniendo de manifiesto que para nada todos aquellos siglos merecen ser identificados ya de manera tan despectiva dado el color y viveza ahora redescubiertos en todos los órdenes de su existencia, Manuel Fernández Álvarez nos ha mostrado con gracia pero no menor rigor, las sombras y humedades de ese periodo que se presenta a escolares e incluso a universitarios como tan brillante y esplendoroso, contribuyendo con su aportación a recuperar la realidad histórica que se esconde tras la “Venus” saliendo del mar de Botticelli.

Sabotear el Paro

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Lo que separa la envidia de la admiración, sin entrar en demasiados detalles, es que, mientras la primera desea la ruina de lo que un tercero posee, la segunda se felicita de que alguien pueda poseerlo. Huelga decir entonces que participar de la admiración reporta mayores satisfacciones que hacerlo de la envidia, la cual, es una fuente de continua frustración. En cualquier caso, la mayor parte de la frustración, no proviene de la envidia cuanto de la impotencia de lograr los objetivos que cada cual se haya establecido, de ahí la recomendación estoica de refrenar las pasiones y apetencias, como la vía más adecuada hacia la Felicidad, que yo como Séneca, comparto para los demás.

Pero, si humano es desear lo que otros poseen cuando de lo mismo ya se tiene de sobra que es la fuente de la codicia cuando se dirige hacia afuera y de la avaricia cuando se invierte hacia adentro, qué no será si lo que otros disfrutan delante de tus narices te falta a ti, como le sucediera a Apolo con Hermes a quien le concedió la inmortalidad y vivir en el Olimpo por hacerse con cuatro vágatelas a las que ni siquiera el otro pillo tenía en estima. Porque, una cosa es no ser envidioso y otra muy distinta es ser impermeable a la realidad que te rodea, siendo muy difícil para el común de los mortales, no desear el mal ajeno, cuando a todo el mundo le va de puta madre, mientras tu las pasas putas y a ninguno de los hijos de puta que está a tu lado parece importarle lo más mínimo la notoria diferencia. Esto es lo que llamamos resentimiento.

Envidia, frustración y resentimiento suelen conformar un círculo vicioso emocional que se retroalimenta sin necesidad de que exista motivo real que ponga en marcha la inercia de su demoledora maquinaria como puede, por ejemplo, suceder en los celos de pareja o entre hermanos que no siempre encuentran justificación, o en la paranoia de las personas que se creen constantemente perseguidas. Y es posible que con suerte, todo se quede en la misma mente en que se gestan esas terribles impresiones causándole al sujeto una depresión o un extraño comportamiento, que más pronto que tarde, actuará a modo de autocumplimiento de sus más oscuros temores. Pero, no es raro que de todo ello con el tiempo aparezcan comportamientos vengativos de carácter repentino que posteriormente sean objeto de sorpresa y portada del Telediario.

Hoy hay en España cinco millones de personas sin empleo a las que despectivamente disfrutamos llamando “Parados” y sería muy comprensible que por muy buena educación que hayan recibido de sus padres, por muy buenos modelos que hayan observado de sus profesores o aprendido en biografías ejemplares – de cuya temprana lectura se facilita al indómito espíritu humano a admirar el Bien ajeno más que a envidiarlo – esa pobre gente empezara a padecer estos sentimientos contra su voluntad, más que nada, porque mientras ellos han de malvivir sin sueldo, teniendo que pedir prestado a familiares, ver como la vida suya y de sus hijos se va por el retrete…contempla con lógica amargura como los vecinos salen de pinchos a diario, los amigos siguen tomando cervecitas, el cuñado se va de vacaciones, porque ganan sueldos de dos y tres mil euros al mes con catorce pagas tanto ellos como sus parejas, cuando no sucede que son niñatos con suerte que no tienen otra obligación que echar gasolina al coche y jugar al squash los Sábados. Mas, haríamos mal en pensar que lo que les sucede a los parados cuando están en sus casas convertidas en auténticos nichos de muerte social esperando a que una llamada de teléfono les resucite mientras languidecen viendo por la tele el futuro que les aguarda en programas como “Callejeros” o lo bien que les va a los españoles fuera de España, tiene algo que ver con la envidia, la frustración o el resentimiento, si antes no atendemos a la genuina sensación de injusticia que subyace en cuantos han puesto todo de su parte para triunfar en la vida como ser ciudadanos honrados, cumplir con su trabajo, haberse formado para ser útiles en la sociedad – no como en mi caso que he buscado premeditadamente lo contrario – que ciertamente les asemeja más al santo Job que a Caín.

Sea como fuere, como quiera que las reglas de la psicología no respeten las condiciones éticas de los sujetos sobre los que se aplican, más de lo que pueda hacerlo las leyes de la física que no libran a las mejores personas de caerse por los precipicios, siendo la situación de desempleo sumamente propicia a que aparezcan la envidia, la frustración y el resentimiento en cuantos lo sufren, no puedo menos que recomendar, sabotear el empleo de los demás a modo de técnica psicosocial de canalización de las incipientes fobias, manías y demás psicopatías, mientras en los sujetos que padecen el desempleo impere más esa primigenia impresión de ser objeto de una injusticia, porque, si bien la acción contra la circunstancia puede ser la misma nacida de la envidia que luchando contra la injusticia, no así la convicción con que cada cual la cometa o los demás la perciban, pues aunque la intención no basta, nadie mira las acciones sin atenderlas si de juzgarlas se trata.

Luego, antes de envidiar a sus conciudadanos, es mejor que el parado se ponga manos a la obra para remediar su situación por medio del sabotaje, dado que a través de la formación, el estudio, aprender inglés, ponerse al día en informática, presentarse a oposiciones, entregarse en cuerpo y alma a la empresa y al trabajo, etc, no ha servido de mucha ayuda. De este modo, si sus vecinos y amigos no están dispuestos a repartir el trabajo con él, él si está dispuesto a repartir el Paro con ellos. Es lo que se conoce en otros ámbitos como “extensión del sufrimiento”, no buscando tanto el consuelo de tontos por la desgracia de muchos, cuanto la solidaridad que sólo aparece cuando el mal puede afectar a todos.

El sabotaje del Paro consistiría en impedir que el sistema funcione sin tanta gente desempleada, porque habrá millones de personas dedicadas todo el día a impedirlo. ¿Cómo? De sencillo que es, me he quedado estupefacto: el otro día leí en un medio de Vizcaya que el tren de FEVE fue saboteado a primeras horas de la mañana sin que nadie reclamara la acción. De su lectura me ha venido esta idea, a saber: los parados, deben recuperar su dignidad luchando al grito ¡Si yo no tengo empleo no lo tiene nadie! Sois un ejército que dispone de tiempo para interrumpir el transporte de mercancías, para cortar el transporte público en horas punta sólo para ir a trabajar – no hagáis como los sinvergüenzas de los sindicatos que también fastidian a sus compañeros para su regreso – para colapsar las líneas telefónicas de las empresas, sus páginas web, etc. No podéis esperar que nadie os ayude y luche por vosotros, si antes vosotros no demostráis estar dispuestos a hacerlo por vosotros mismos. Además, mientras combatís por vuestra supervivencia, por el justo reparto de la riqueza, por una sociedad más equilibrada donde todos trabajen menos, pero que trabajen todos – yo no participo – esos oscuros sentimientos de los que hemos hablado al principio desaparecerían del horizonte mental en la medida en que vuestras acciones os devolverían la dignidad.