El asunto catalán, sea este partícipe de catalanismo o catalanidad, hace tiempo que discurre por senderos emocionales antes que racionales si es que todavía la liquidez mediática permite este sutil distingo entre unos y otros, motivo por el cual, se nos antoja anacrónica toda argumentación donde se pretenda demostrar verdad alguna, porque en tiempos de postmodernidad cada cual tiene la suya, sino varias y aún contrarias, como en mi caso, pues formado en teología aprendí que, en ocasiones, lo contrario de una verdad profunda puede ser otra verdad profunda, si bien, la profundidad por si sola no garantiza verdad alguna, resultando, las más de las veces, que en ese viaje iniciático en el que algunos se enrolan, cual argonautas por alcanzar la suprema verdad, antes se pierden en la bruma espesa de lo falso, dándose el caso más abundante, que se discute enarbolando falsedades, cuando no presentando intencionadamente mentiras, atajo socorrido para el raudo convencimiento en el debate de ignorantes que deslumbrados por una verborrea brillante, no dudan en estar delante del Vellocino de oro. Despojémonos entonces de la carga intelectual que supone entender lo que no requiere entendimiento y dispongámonos a sentir lo que es del sentimiento sin necesidad de presentar pruebas irrefutables de carácter histórico, jurídico o económico que en poco ayudan a esclarecer el motivo pascaliano que conduce el aberrante estado comportamental de las partes en disputa al pasar por alto que el corazón tiene razones que la razón no entiende, comprendiéndose mejor el absurdo en el que estamos inmersos de que, la inmensa mayoría de los españoles quieren lo mejor para Cataluña, mientras los catalanes parecen decidido a elegir lo que menos les conviene, asunto que puede secar el seso a quien se tome en serio la cuestión, de no caer en la cuenta, de que siempre ha sido más fácil aprenderse el mito que comprenderlo, y en este asunto, de mitología no es que andemos faltos.
Si catalanes y españoles hubieran querido de verdad dirimir sus diferencias de forma racional, pronto habrían hallado una solución sencilla: los catalanes deseaban que se les reconociera en la Constitución española el Derecho de autodeterminación, el Derecho a decidir o la posibilidad de declarar unilateralmente la Independencia. Los españoles no querían reconocer ninguno de estos derechos sólo para los catalanes. Cataluña quería un referéndum en su territorio para averiguar la voluntad de sus ciudadanos sobre el particular; España considera que Cataluña es España y por consiguiente no cabe que exclusivamente se pronuncien sobre el particular los catalanes… Podría continuar citando proposiciones de unos y otros que como se puede apreciar no son disyuntivas, ni yuxtapuestas, a lo más contrapuestas por el interés que une a las elites extractoras de cada bando mantener un enfrentamiento rentable hasta que la solución emergida de la necesidad histórica imponga una paz que lo sea aún más, momento al que estamos a un tris de llegar, antes por voluntad popular que política.
En esta tesitura se descartó desde un inicio la posibilidad de realizar una consulta estatal sobre, si cabe o no, reconocer en la Constitución el Derecho, no ya de catalanes y vascos a cualquiera de las formulaciones anteriormente citadas, sino a toda provincia o región que lo desee, articulando los mecanismos civilizados que lo hicieran posible en fecha tan avanzada como lo es el Siglo XXI. Quién sabe…igual canarios, ceutíes, melillenses, murcianos, gallegos, valencianos, baleares y hasta leoneses estarían por la labor, por no subrayar lo atractiva que sería Carta Magna semejante para que se unieran a España por propia voluntad Andorra, Gibraltar y la misma Portugal. Cuando menos, con un referéndum general, podríamos saber sin necesidad de encuestas ni cábalas tertulianas de telediario, el democrático sentir de los ciudadanos catalanes, pues sería posible contar uno a uno los votos emitidos en su territorio sin trampa ni cartón. Lamentablemente no ha sido así y ahora todo se va a desarrollar de modo confuso con unas elecciones autonómicas que no son autonómicas, donde quienes deseaban consultar a los ciudadanos van a proclamar la independencia contando escaños y quienes han impedido durante décadas que se consulte a los catalanes su parecer, van a contabilizar votos para desprestigiar el resultado de las urnas. ¿El mundo al revés? ¡No! Lo mismo de siempre.
Visto lo visto, me dispongo a ofrecer una solución irracional que posiblemente elimine de raíz el problema catalán para siempre, porque, creo sinceramente que Cataluña ha planteado muy mal su pretensión a la opinión pública española en términos de “desear salir” de España; basta conocer que anhelan marchar, para obligarles a que se queden ¡por cojones! Es una conocida reacción de desapego afectivo que afecta, por ejemplo, a las parejas cuando una de las partes, le anuncia a la otra, generalmente la más acomplejada o dependiente, que le va a dejar, de hecho, los hay que se niegan a otorgar el divorcio o a romper la relación. No digo yo que Cataluña debía haber realizado una campaña de psicología inversa proclamando que desea beneficiarse de los grandes privilegios que todos conocemos de pertenecer al fabuloso Reino de España integrado por las Coronas de Castilla-León-Navarra-Aragón, pero podría haber intentado la solución irracional que propongo a continuación:
Las instituciones catalanas, antes de pretender una consulta en Cataluña para que sólo los catalanes decidan sobre Cataluña, de atender algo la idiosincrasia del pueblo español, deberían apostar por una consulta general de todo el Estado en la que lejos de preguntarse ¿Desea usted una Cataluña Independiente? o cualquiera de los sucedáneos acostumbrados cuya respuesta probablemente sería negativa, se les interrogara a los españoles con esta otra fórmula más atractiva ¿Está usted a favor de expulsar a los catalanes de España? la cual, cosecharía una altísima contestación positiva, especialmente en Madrid. Y todos contentos.