Tan tremendo como cierto: incluso en la pobreza hay clases. Desde este lado de la raya, donde aún nos llega para una ronda de marianitos y una ración de calamares, alcanzamos a ver los desamparados que nos han puesto en el escaparate, casi como un elemento de atrezzo o como recordatorio de que el mundo no es perfecto. Sirven también para que solidarios de pitiminí crean ganarse el cielo o para que periodistas que confunden la conciencia con el ego pasen por buenas personas cuando son -¡uf, cuántos de esos y esas conozco!- sanguijuelas sin escrúpulos. Tienen su punto fotogénico y quedan aparentes en titulares tan bienintencionados como, la mayoría de las veces, artificiales.
Por perverso que parezca el planteamiento, la resignación y el instinto de supervivencia han llevado a muchas de estas personas a bandearse en su desventura. Desde luego que su vida no es en absoluto envidiable y que los que comemos caliente y bebemos fresquito no concebimos ni como pesadilla pasar por sus circunstancias. Sin embargo -y allá se nos revuelva la moralina-, cualquiera que tenga ojos y media docena de neuronas críticas en uso sabe que hay una parte de este grupo social que ha aprendido a apañárselas y no aspira a más.
Los requeteliberales, tan sensibles siempre, dirán que son los efectos perniciosos de la sopa boba, pero la explicación es mucho más compleja. Daría para diez columnas, y esta se me está acabando sin haber mencionado aún a los otros pobres. El director de Cáritas Bizkaia, Mikel Ruiz, que sabe de qué habla, se refirió a ellos como “los últimos de la fila, los que no tienen ni voz ni ánimo para protestar”.
Son los excluidos de la exclusión, los que desconocen, incluso, que existen puertas que tocar o impresos que rellenar. Invisibles, abandonados por el llamado estado del bienestar y por la beneficencia guay (Cáritas es una excepción), sólo la muerte los librará de la pobreza.
Nunca nos han interesado. Tampoco a los políticos. Ni siquiera para quedar bien. Hace ¿cuántos? ¿dos años sólo? que escuchábamos: «no se tocarán los gastos sociales, no se recortarán las ayudas». Todos sabíamos que era mentira. Hoy lo veo y así es desgraciadamente. Las ONGs, Asociaciones, Fundaciones etc., redes sociales que sostienen estas realidades que nadie quiere ver, tiemblan al presentarse a subvenciones y están prescindiendo de buenos profesionales que atienden a los «nuestros» y a los «de lejos» todavía mucho más olvidados. Una amiga me aconseja que no hable de siempre, nunca, todos… que es generalizar. Perdón, suavizaremos entonces para que se aleje, como conviene, el culpabilizarnos; pero, guste o no, la vida es radical, pobre o rica de raíz. Y mal vamos así…
¿Y usted se siente bien sabiendo esto y no haciendo nada? No hablo de los que libremente han elegido un estilo de vida, hablo de esas personas que usted, y muchos como usted, saben que no se saben defender.