La metáfora de la tragedia griega está muy sobada pero, en su obviedad, es difícil encontrar otra que condense mejor el tremebundo embrollo que tienen montado en el país de las ruinas y el sirtaki. Como ya he pasado el sarampión y la selectividad, puedo escribir sin miedo a que me lapiden o me cateen que esos dramones que dos mil quinientos años después se empeñan en actualizar tipos sin alma y generalmente sin ingenio eran el equivalente de la época a los culebrones que hoy miramos como basurilla menor. Además de por la artificiosidad —sobre todo cuando las traducen cátedros tan amojamados como la lengua original—, las piezas se caracterizan por encadenar una sucesión de desgracias que le ocurren a alguien (el héroe o la heroína)… que por lo común se las ha ganado a pulso.
Si arrimamos la sardina de la comparación al ascua neoliberal, tendremos que los griegos las están pasando canutas única y exclusivamente por su mala cabeza, por haber sido cigarras derrochadoras y haberse dedicado al lirili subvencionado en vez de al lerele productivo y calvinista. Si la alegoría la hacen desde el fondo contrario, entonces se nos contará que toda la culpa de los épicos helenos es haber desafiado a los despiadados dioses del tercer milenio (los mercados, ya se sabe) y padecer a unos gobernantes veletas y bandarras.
¿Cuál es la versión buena? Probablemente, la que está tirando, ni poco ni mucho, hacia el medio. Vamos, que se han juntado el hambre y las ganas de comer en algo que si no lo es, se parece horrores a la tormenta perfecta. Lo jodido es que empezó a llover hace mucho y sacar un referéndum a modo de paraguas no parece que vaya a servir de gran cosa. Sí, muy democrático y tal, como corresponde a la cuna del supuesto “gobierno del pueblo”, pero llega con toda la pesca repartida. Lo único que podrán elegir los griegos es si mueren por asfixia o por inanición. Así de… trágico.