Debo reconocer que partía con ventaja. Ni la elección de Madrid como sede olímpica de 2020 me hubiera provocado erisipela, ni su (enésimo) descarte tenía posibilidad alguna de arrancarme un cuarto de lágrima. Y en la viceversa, tampoco me iba a poner pilongo si los carcamales corruptuelos del COI hubieran concedido la gracia a la capital de España, ni tenía pensado batir el récord de cortes de mangas si, como ha ocurrido, la panda de chupópteros se decantaba por cualquiera de las otras candidatas. Dicho no muy finamente, que es como se entienden mejor las cosas, me la refanfinflaba. Privilegios del cinismo equidistante o de la equidistancia cínica, no lo tengo muy claro, cualquiera de los resultados me habría parecido bien. Seguramente porque no me jugaba nada en el envite, el sí y el no me proporcionaban similares motivos para el solaz al contemplar la alegría o el cabreo de favorables y contrarios, que en el fondo, son tal para la cual.
Es cierto que durante esta tragicomedia chusca he escuchado argumentos razonables y razonados sobre los positivo o lo negativo, lo conveniente o no, de acoger unos Juegos Olímpicos. Sin embargo, las posturas no se han definido por lo racional sino por lo puramente estomacal o lo directamente testicular. En general, los partidarios se han bañado de rojigualdina cateta y los opositores, que disimulaban algo mejor, de superioridad moral de talla XXL con vetas de ganas de jodienda, ya saben, el inveterado cuanto peor, mejor del que les hablaba hace unos días.
Ha sido muy divertido, a la par que revelador, el radical cambio de discurso de tirios y troyanos tras la decisión final. Los que auguraban que los ecuánimes y sabios delegados del COI votarían lo correcto ladran ahora que ha habido tongo. Quienes denunciaban por anticipado y sin lugar a dudas que habría pufo, pero a favor de Madrid, se albrician por la muy justa y merecida elección de Tokio. Curioso.