El Gobierno vasco ha confirmado a los fiscales jefes de la Comunidad Autónoma que se les retira la escolta. Leo una y otra vez el titular, y me pregunto cuánto de noticia hay tras el enunciado. No diré que nada, porque supongo que el dato tiene unas migas de relevancia. Si los medios contamos que hace calor en agosto o que nieva en enero, por qué no informar sobre un hecho de poco más o menos la misma enjundia. Dos años después del anuncio del cese definitivo de las acciones de ETA, casi cuatro desde el último atentado mortal de la banda, con la certidumbre absoluta y policialmente comprobada de que han desaparecido las amenazas, no parece que haya nada raro en prescindir de un servicio que ha dejado de ser necesario. Menos, si otros objetivos igual de señalados llevan unos meses sin protección. Y si mencionamos la situación económica en la que nos encontramos, con tijeras que rasgan sin mirar qué órganos vitales pueden afectar, sobra definitivamente cualquier explicación.
¿Por qué, entonces, se nos quiere deslizar la impresión de que estamos ante una actuación que atiende a pérfidas y oscuras intenciones? Barrunto que por media docena de motivos, de los que no es el menor la cantidad de malos vicios adquiridos en los días del plomo y la sangre derramada a espuertas. No creo que nadie con un gramo de corazón niegue que durante muchos años las escoltas han sido indispensables. Tampoco hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar lo que a los miles de amenazados les suponía vivir permanentemente atados a una sombra. Sin embargo, como la condición humana es así y aunque sea una de esas cuestiones cuya sola mención incomoda, cualquiera con ojos ha podido ver a guardaespaldas convertidos en chóferes, secretarios o recaderos. Habría que preguntar a los enfadados fiscales jefes y a otros quejosos miembros de la cúpula judicial si lo que reclaman es una escolta o un asistente personal.