Ojos como platos del Arzak: un alto cargo del Gobierno español habla en público de algo llamado “la batalla del relato”. Así, como si estuviera dando cuenta del cambio de color de los calcetines de la Guardia Civil. Y dice, poco más o menos, que una vez tumbada la doctrina Parot, ese va a ser su motivo para levantarse cada día de la cama. ¡Rediós! Apenas unos días después, allá por las antípodas ideológicas, un señalado —en muchos sentidos— dirigente político se lleva a la boca la misma expresión. No para ciscarse en ella, rechazarla de plano y afirmar que los suyos se niegan a entrar en reyertas barriobajeras que, por lo demás, son la manifestación de la disposición a hacer trampas. Al contrario, lo que hace es ver la apuesta y subirla. También él se apunta al pulso. A ver quién tiene más huevos para imponer una versión oficial, universal y canónica de lo que ha pasado aquí.
La cosa es que esta canción es viejísima y la hemos tarareado todos. Ahora que vamos despacio, tralará, vamos a contar mentiras. Mi escándalo viene por el desparpajo. Uno ya se imagina que se la quieren meter doblada y que a la que se descuide, le van a intentar pegar el cambiazo. Pero, caray, con disimulo y poniendo cara de yo no fui. ¿Por qué clase de subseres nos tomarán, que se dan el desahogo de anunciarnos con luz y taquígrafos que piensan bañarnos de trolas de aquí en adelante hasta que comulguemos a diario con su rueda de molino? Casi mejor no contestar. Supongo que en el fondo saben que, quitando un puñado de tocapelotas que se resisten a consumir potitos, así se los haya hecho su madre, el resto de la misión es coser y cantar. Con que la parroquia propia compre la novela, la edición está amortizada.
Si me da pena, es por las almas de cántaro que, movidas por tan nobles como ingenuas intenciones, hacen proselitismo del beatífico relato compartido en armonía y salud. Me da que no se van a comer un colín.