Por supuesto que entiendo como acto de amor sublime e infinito acabar con el sufrimiento indecible de la persona querida. Y estaré en primera línea de denuncia de la persecución penal de quien lo cometa. Tengo muy claro que el derecho a la muerte digna es igual de básico que el derecho a la vida. Lo he defendido, lo defiendo y lo defenderé, entre otras cosas, porque espero que algún día se me permita dejar este mundo antes de convertirme en un amasijo de pieles, huesos y vísceras. También porque es lo que deseo y procuraré, así me duela dos océanos, para los seres a los que adoro.
Lo que no me pueden pedir es que participe de la conversión en espectáculo de algo que debería ser, si no íntimo, sí por lo menos, sobrio y discreto. No soy capaz de expresar el asco, la perplejidad y la rabia que siento últimamente al ver cómo en incontables vertederos de mierda, incluyendo algunos medios que pasan por serios y hasta adustos, se dispensa morbo por arrobas con diferentes casos de personas que ya se han ido o que no les dejan irse. Como pertenezco al oficio, comprendo perfectamente el poder de concienciación que se consigue presentando tales casos sin edulcorar. Pero por el mismo motivo, también conozco las innobles intenciones que mueven a regodearse en la crudeza y en los detalles más escabrosos. “Esta noche tal programa [uno requetechachi] emitirá imágenes en exclusiva de Ángel Hernández tras ayudar a su mujer, Maria José, a morir”, ponzoñeaba anteayer la cuenta de Twitter oficial de la cadena televisiva que difunde la ortodoxia progresí. Así transmutan la muerte digna en bazofia indigna. Y hay peña que traga.