El 90 por ciento de los menores de 60 años que recibieron la primera dosis de AstraZeneca en el estado han pedido recibir la segunda de la marca maldita. Y eso es así pese a que su elección implica retrasar su inmunización hasta que haya suministro y que, además, deben pasar por el trago como poco psicológico de firmar un consentimiento informado, algo que se evitarían si hubieran optado por la prestigiada Pfizer. Ya he repetido no sé cuántas veces que todo este psicodrama se hubiera evitado si las autoridades sanitarias españolas, esas que no distinguirían la cogobernanza de una onza de chocolate, hubieran sido transparentes. Aquí no había una cuestión sanitaria, como prueba lo que sigue diciendo la Agencia Europea del Medicamento, sino un problema de aprovisionamiento y, como causa o consecuencia de lo anterior, una guerra farmacéutica. Lo honrado habría sido contarlo así, en lugar de trasladar la decisión al ciudadano de a pie. Por eso resulta especialmente indignante que Fernando Simón haya terciado en el asunto para invertir la carga de la prueba y, en el mismo viaje, insultar gravemente a las víctimas de la ceremonia de la confusión provocada por su propio gobierno. Según el bienamado e intocable Simón, esa mayoría absolutísima de personas que siguen manifestando su preferencia por AstraZeneca para la segunda dosis son una panda de borregos alienados por oscuros grupos de presión conchavados con medios de comunicación que quieren desalojar a Pedro Sánchez del palacio de la Moncloa. Díganme si, además de una ofensa intolerable, no es una teoría de la conspiración a la altura de las que propaga Miguel Bosé.