A punto de cumplir dos años del comienzo de la pesadilla, seguimos agarrándonos a los mismo clavos ardiendo. Con un número literalmente incontable de positivos diarios por el simple hecho de que no hay medios materiales ni humanos para hacerlo, los heraldos vuelven a augurar el cambio de tendencia. Fíjense que la intuición y mis propios deseos me indican que no es descabellado que pueda estar ocurriendo. Pero lo que ha ocurrido en todas las olas anteriores, y especialmente la certeza de que ninguna ha sido la última, debería movernos a la prudencia. Es demasiado pronto para cantar victoria. Incluso aunque vayan descendiendo los nuevos ingresos hospitalarios sin que la situación haya llegado a ser verdaderamente crítica, once muertos al día por covid es una cifra que no podemos tomar como asumible.
Por lo demás, lo que está ocurriendo en esta sexta acometida debería movernos a extraer varias enseñanzas. La más obvia y requeteprobada es que las vacunas, incluso no librándanos del contagio, han limitado los estragos de la enfermedad. La inmediata derivada es que los no vacunados son los que están llevando la peor parte, aunque muchos ni aun así toman conciencia de ello. Quizá habría que empezara tomar medidas drásticas antes de que nos venga encima la séptima ola. Porque nos vendrá, y ese sí que es un aprendizaje que nos deberíamos grabar a fuego. Salvo que los expertos me desmientan, la observación del comportamiento del virus en los sucesivos sube y bajas nos da a entender que sigue habiendo muchos elementos que la ciencia actual todavía no es capaz de prever. Así que procede ser humildes y, desde luego, pacientes.