Cuando los números se tornan levantiscos y las poltronas se alejan, los partidos desempolvan el breviario de letanías y se ponen a recitar con beatitud que los acuerdos entre diferentes son la esencia de la democracia. Qué joíos, bien poco tienen presente ese mantra en la molicie de las mayorías absolutas, donde a los de los escaños de enfrente se les reserva la prepotencia del rodillo y una mirada displicente cada vez que son apaleados en una votación. Luego, las urnas, que son mobili qual piumas al vento, dictan otro reparto del pastel y entra la histeria pactista. La oposición es un lugar yermo y frío al que no son capaces de adaptarse algunos bípedos políticos que necesitan amamantarse cada poco en la generosa ubre pública.
En ese minuto del psicodrama estamos ahora, en plena berrea postelectoral que debe dar pie a una coyunda provechosa para el país y, mayormente, para las formaciones que compartan fluidos gubernamentales. De momento, y aunque a todos nos consta que los teléfonos echan humo, el juego de seducción está siendo medianamente discreto. No es sólo porque seamos vascos y en nuestra innata ineptitud para el flirteo se nos atragante lo de dar el primer paso. Lo que complica la cosa es el puzzle que salió del 22-M y nuestra propia historia reciente. ¿Cómo explicar a la clientela que toca irse al catre con quien hasta hace diez minutos has estado a trompada limpia? Es cierto que las memorias de los parroquianos flaquean, pero es difícil que pasen por alto las heridas que aún supuran.
No sienta nadie, por cierto, la tentación de poner unas siglas concretas a lo que acabo de escribir. El dilema es aplicable a cualquiera de los partidos que aspiran a mandar en los muchos minifundios en que ha quedado dividida la tierra de nuestros pecados. A los que echaron la papeleta -democracia real, ¡ja!- no les queda otra que aguardar a que las ejecutivas escojan con tiento con quién aparearse.