El primer recelo es frente al nombre. Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Así, con esas mayúsculas pintureras, como si quien las puso no se fiara de la fuerza propia de cada una de las palabras. ¿Por qué de y no para? Algo chirría ahí. O quizá todo lo contrario, es coherente con el ente que calzó la jornada en el calendario: Naciones Unidas, ese conglomerado cuya comisión del Consejo de Derechos Humanos está presidida por Faisal bin Hassan Trad, representante de esa pedazo de democracia llamada Arabia Saudí. Ni se molestan en disimular. Y si lo piensan, con razón, porque villanías como esa y otras parecidas pasan sin apenas sanción social.
Pero no es solo quién está detrás del invento. También es cómo se celebra. No, no he querido decir cómo se conmemora, que es el verbo tibio que solemos emplear cuando el asunto de fondo no es cuestión festejable. Allá quien quiera engañarse si no ve cierto toque de francahela en buena parte de los mil y un actos que se organizan en torno (¿o con la excusa?) de la fecha. Muchos pasan por juegos florales, una competición para encontrar las frases más lucidas y la condena más campanuda.
Tampoco voy a decir que sobren las declaraciones, ni siquiera que todas resulten ayunas de magníficas intenciones o de sinceridad. Sin embargo, su mensaje final, el que late bajo la grandilocuencia y (a menudo) la impostura es terrible: no nos queda otro remedio que adornarnos en los dichos porque no somos capaces de dejarnos de remilgos y abordar los hechos. Y luchar contra la violencia machista es cuestión de decir, pero sobre todo, de hacer.