Según datos de Emakunde, en la Comunidad Autónoma hay 800 niñas en riesgo de sufrir ablación. En Navarra se estima que pueden ser unas 100 actualmente, mientras que un estudio realizado entre 2008 y 2011 identificó a 293 menores de 14 años que habían sido objeto de la mutilación genital. Les ahorro los espeluznantes detalles sobre cómo se practica la amputación del clítoris de las pequeñas, pero ya imaginarán que estas operaciones en las que se despoja a las mujeres de su capacidad para sentir placer sexual se realizan en condiciones más cercanas al matadero que al quirófano. En la mayoría de los casos acreditados, el cercenamiento tiene lugar aprovechando unas vacaciones familiares en el país de origen.
De acuerdo con las leyes españolas, se trata de un delito penado con varios años de cárcel para sus autores, conocedores o instigadores. Aparte de que la reforma de la Justicia Universal ha venido a dificultar (o impedir) su persecución, la realidad, sin embargo, es que muy pocos casos han llegado a los tribunales y que las condenas han sido excepcionales. En la última memoria de la Fiscalía Superior del País Vasco se justifica lo que podría parecer inhibición respecto a dos casos detectados en Araba diciendo que sancionar a los padres supondría incrementar el sufrimiento de las niñas.
Hace unos meses, Asha Ismail, mujer mutilada y activista contra la ablación, me decía que no le cabía en la cabeza que en nombre del progresismo y el multiculturalismo pésimamente entendido se pudiera guardar silencio o, peor aun, justificar esta barbarie en pleno siglo XXI. ¿Acaso esto no es heteropatriarcado?